Capítulo 2º
CAPÍTULO 2
No podía creérmelo; el corazón casi se me paraliza al reconocerla… Y claro, a ella le pasó tres cuartas de lo mismo, con lo que, de momento, se quedó tan paralizada como yo mismo me quedara y, seguro, con el corazón tan desbocado como el mío, por lo menos. Pero enseguida se recuperó, antes, bastante antes que yo, adoptando al momento una actitud de lo más profesional, con lo que se dirigió a mí con un muy aséptico “Hola Antonio, buenos días. Soy sor María de la Cruz de Cristo; ¿cómo se encuentra usted esta mañana?”; a lo que yo respondí, con toda la flema de que fui capaz: “Bien, sor María; es usted muy amable”… Y punto
Y así fueron desarrollándose nuestras relaciones a lo largo del mes largo que allí pasé, sometido a pruebas sin fin, todo tipo de exploraciones con los más modernos y sofisticados medios de exploración por imagen, de la manera más impersonal que pudiera darse. Como el primer día, mucho “Buenos días, Antonio; ¿cómo nos encontramos esta mañana?”... “Muy bien sor; muchas gracias; es usted muy amable, hermana”… Esto era la tónica general de bocas afuera, y si hubiera alguien delante, pues si por un casual sucedía que se quedara sola conmigo en la habitación, al momento recordaba que debía hacer miles de cosas al otro lado de la Unidad, y desaparecía en un santiamén. Pero otra cosa sí que sucedía: Que, mientras ella estaba en la habitación, yo no la perdía de vista, llegando mis miradas a hacerse enteramente osadas, de lo insistentemente que la miraba; ella, entonces, al instante bajaba sus ojos, con sus mejillas rojas cual amapolas veraniegas.
Pero es que también sucedía que, cuando creía que yo no la veía, que no me fijaba en ella, esa Adela devenida en Sor María de Tal y Tal, me miraba con el mismo interés, por lo menos, con que yo la miraba… Y es que, desde el mismísimo momento en que volví a verla, todo aquél amor, aquella pasión, que veinticuatro años atrás sentí por ella, resurgió en mí… ¡Y con qué fuerza, Dios mío!... Y es que era ella, Adela, la mujer que más había amado en mi vida… Tal vez, la única que, en verdad, había amado, aunque el amor que a raudales Montse me diera, en su tiempo obnubilara mi mente, hasta llegar a, prácticamente, hacerme olvidarla, a, casi, dejar de amarla Pero eso fue un espejismo, inducido por la felicidad, que el dulce amor de Montse me otorgaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que, en verdad, no llegué a olvidarla, a dejar de amarla; simplemente, todo eso que Adela me inspiró, quedó adormecido, aventado de mi consciente relegándolo al subconsciente, puede que hasta al inconsciente, esa región del cerebro donde nuestra mente pensante destierra los afectos, emociones o circunstancias, que pueden negarnos la felicidad de vivir. Pero que allí estaba todo, absolutamente vivo, palpitante, a la espera de que algo le hiciera despertar del letargo en que descansaba… Y ese algo, fue volver a verla
Pero, al propio tiempo, eso era para mí un suplicio mayúsculo. Yo, religiosamente hablando, de practicante no tenía nada; vamos, que un beato, no lo era ni por el forro, pero sí era creyente. En el fondo de mi alma, era, soy, cristiano y católico fervientemente convencido, y eso, estar enamorado de una “esposa” de Cristo... ¡Casi nada! ¡Menuda “tela”!...
Y así, en ese estado de semi gloria celestial y casi infernal averno, los días fueron pasando hasta transcurrir un mes más que cumplido, pues para el mes y medio de estancia en el hospital apenas faltarían cinco o seis días, Y entonces, pasó lo que pasó. Fue una noche, a eso de las doce y media, cuando ya, quién más, quién menos, dormía plácidamente, que ella entró, casi subrepticiamente, con todo sigilo y precaución, se coló en la habitación más que entró; yo estaba aún despierto, muy, muy, despierto, escuchando música en el “walkman”, por lo que me incorporé nada más verla, a lo que ella me hizo la típica señal de silencio, poniéndose el dedo índice cruzando los labios, emitiendo el clásico “chist”; me quede en silencio, intrigado y medio sentado en la cama, en tanto ella se llegaba a la cama de mi compañero de habitación, asegurándose que dormía profundamente, cosa que saltaba más que a la vista al oído, pues el “andoba” “tocaba la trompeta”, roncando, que era un primor. Se vino por fin hacia mí diciéndome
• ¿Te importa salir conmigo un momento?... Afuera digo…
Yo, por toda respuesta, salté de la cama, dispuesto a seguirla al fin del mundo, si se terciaba. Salimos en silencio, con todo sigilo y precauciones para no ser vistos, ganando así la ancha galería exterior. A esta galería daban las Unidades de Hospitalización, seis por planta, largos corredores con las habitaciones de los pacientes; en la pared frontera, los ascensores, escaleras en tanto que, al hilo de las Unidades, y separándolas entre sí, unos habitáculos, a modo de “Áreas de Servicio”, espacios rectangulares, amplios, unos veinte-veinticinco metros por seis/ocho de ancho, separados de la gran galería exterior por una pared falsa, de rasilla, abiertas a ambos lados. Dentro, servicios de caballero y señora a cada extremo y, adosadas a la pared de rasilla, tres máquinas expendedoras con sándwich, bebidas frías y café-té, y una hilera de asientos a cada lado de las máquinas; y la pared frontal a la de rasilla, una enorme cristalera, del suelo al techo, abierta al exterior. Completando la planta de hospitalización, decir que, al fondo de las Unidades y paralela a la galería exterior, otra galería más, con los montacargas para camas y camillas y las dependencias inherentes al servicio profesional y facultativo de la planta.
Y si esta galería externa estaba algo más que en penumbra, iluminada sólo por los pilotos luminosos, qué decir de esas “Áreas de Servicio”, sin más iluminación que la de las máquinas expendedoras, en color más sicodélico que otra cosa por el neón, mezclando el rojo con el azul, verde o amarillo… Y ni un alma en derredor, ni en la galería ni en los habitáculos. A una de esas “Áreas” me llevó esa Adela travestida en sor María de Ni SE Sabe Cuántas Cosas haciendo que nos arrimáramos a las máquinas expendedoras, con la típica pregunta
• ¿Quieres tomar algo, Antonio?
Por mi parte, yo me apresuré a apartarla de la ranura del monedero de la máquina del café, echando mano del monedero de que me proveyera antes de salir de mi habitación
• Déjelo usted, SOR MARÍA… (recalqué esas dos palabras); yo invito; y ¿qué desea tomar…USTED?… (nuevo subrayado verbal)
• No seas sarcástico, Antonio…que vengo en son de paz… Y agradecida a tu invitación… Sácame un café con leche, por favor
Le saqué su café y yo me serví un té con limón; nos sentamos en uno de los asientos, junto a la máquina, soplamos nuestras respectivas bebidas y dimos un par de sorbos a las infusiones. A todas luces, Adela estaba muy, muy nerviosa y no poco insegura; obvio resultaba que deseaba decirme algo, que, además, debía ser importante, pues a qué si no lo de sacarme de la habitación a esas horas y con tanto sigilo, tanto misterio… Pero, no menos evidente, que le costaba trabajo, mucho trabajo, arrancar. Así que, para romper un tanto el hielo que entre nosotros se instalara, empecé a hablarle yo
• ¡Qué sorpresa encontrarte aquí!... Lo que menos podía yo esperarme… ¡Y de monja!... Pero… ¿Cómo se te ocurrió hacerlo?
• Tontunas de jovencita enamorada…y frustrada en su amor… Sí; una tontería de niña tonta…
Quedamos un momento en silencio, con la vista fija al frente, aunque sin ver nada… Por fin, volví a ser yo quien rompió el silencio, aunque sin apartarla vista del vacío
• Carlos me dijo algo así, pero no creí que la sangre llegara al río… (Volví la vista hacia ella) Te hice mucho daño, ¿verdad?
• Sí; (También ella giró sus ojos hacia mí) Te quería…te quise mucho… Te amaba… De verdad, que te amaba… Con toda mi alma… Por ti, habría hecho lo que fuera… Sí; me hiciste sufrir mucho… Llorar mucho
Volví a fijar mi vista allá al frente, perdida en el vacío, sin, realmente, fijarme en nada; sin, en realidad, ver nada
• Ya; lo sé… Lo sabía… Y, ¿sabes lo grande?... Que también yo te quería mucho… También yo te amaba… Con locura, ¿sabe?; con todo mi ser…
• Pero te casaste con ella…
Quise responderle; decirle que yo con quien realmente me quería casar era con ella, pero mi amigo…María Ángeles, la prima de ella… Mas no le dije nada… La verdad, nadie, tampoco, me puso una pistola al pecho para obligarme a dejarla a ella, a Adela, luego… Y ella, con su vista insistentemente al frente, prendida en el vacío, habló
• ¿Fuiste feliz?... ¿Te hizo feliz?...
• Sí; me hizo muy feliz… Muy feliz… Tuvimos tres hijos…
• Ya; ya lo sé… Les he visto por aquí… Son muy majos ¿he?... Los tres… Pero, sobre todo, la mayor… Montse, ¿verdad?... Vamos, Montserrat…
Y era cierto; los conocía a todos y, especialmente, a Montse; hasta puede decirse que la conocía bien, pues mi hija solía hablar mucho con ella; lo mismo en la habitación que fuera, por el corredor de las habitaciones, en esa galería exterior o en la isla de Control de Enfermería… Y parecían agradarse entre ellas.
• Sí, Montserrat… Aunque familiarmente sea Montse…
• Es muy maja; muy cariñosa… Y muy, muy responsable… Una gran chica, vamos… Puedes estar orgulloso de ella… Bueno; de los tres, pues todos ellos son estupendos… El chico… Antonio como tú, ¿verdad? (asentí con la cabeza) se me hace un tanto trasto
• Sí; es un poco elemento… Pero muy buen chico, realmente… Algo rebelde… Y nada, pero nada, estudioso… A su hermana Montse, la trae por la calle de la amargura… Es que la muchacha, desde el fallecimiento de su madre, es la “materfamilia” de la casa… La que brega con todo y con todos, para que todo esté en orden…
Volvimos a guardar silencio unos instantes y, nuevamente, ella lo interrumpió
• La quisiste mucho ¿verdad?... Y todavía la quieres, ¿no es así?
Entendí perfectamente a quién se refería; a la Montse que fue mi mujer. Seguí callado algún momento, pensando en lo que ella acababa de más que preguntar, afirmar; en ese “La quisiste mucho; y la quieres aún”…hoy día, ahora mismo… Eso mismo me lo preguntaba, en tales momentos, a mí mismo, con franqueza, sin mentirme…sin querer mentirme, engañarme… ¿Realmente, quise yo a Montse?... ¿La amé, en realidad, tal y como, desde luego, amé a esta Adela que ahora tenía delante?... Y. por fin, volví los ojos a la mujer que a mi lado estaba, un tanto pendiente de mi respuesta a esa su no pregunta
• Sí; tienes razón; la quise y la quiero mucho… No podía, no puede ser, de otra forma… Ella, me quería, me quiso, con delirio… Puede decirse que vivió sólo para mí; ante mí, nada había para ella; ni sus hijos, ni siquiera nuestros hijos… Los que parió de sus entrañas con tantos, tantísimos dolores... Dedicó toda su vida, a hacerme feliz… ¿La amé?... Pues supongo que también… Sí; ceo que sí… Que, por finales, también llegué a amarla…
Callé un momento para tomar su mano diestra entre las mías
• Quiero ser franco, leal, contigo; no quiero que, ni por un instante, pienses que te engaño, que te miento. Así que comienzo por decirte que, realmente, ella, desde que volví a verla, te borró de mi mente, para sólo ella, Montse, ocuparla, hasta volverte a ver aquí, en este hospital
Me agaché para besar su mano, esa mano que retenía entre las mías, tan banca, tan fina, tan elegante… Las uñas, lógico, no las tenía pintadas, sino que presentaban ese su tono natural, amarfilado… Tampoco tenían esa estética, tan femenina, de llevarlas largas y puntiagudas, sino higiénicamente recortadas… Pero qué importaba… A mí, me parecían preciosas… Como toda ella… Y le seguí hablando
• Pero nada más verte de nuevo, todo aquél cariño, todo ese amor que hace veinticuatro años te tuve, renació reverdecido, fortalecido, con una fuerza inmensa Te lo prometo; te lo juro, Adela, te lo juro. Y perdóname aquello; perdona que primero te dejara, y luego te olvidara…
Volví a besar esa mano que me subyugaba, sosteniéndola con mi mano izquierda, mientras la contraria buscaba su rostro para acariciárselo, mientras ella me miraba con esos sus divinos ojos claros brillando como diamantes de ni se sabe cuántos quilates…
• Y eso, que te quiero con toda mi alma, para ti no es ningún secreto ¿Verdad que no?... Mis ojos te lo han dicho montones de veces cada día que llevo aquí, bajo tus cuidados. Pero es que, también tus ojos me vienen diciendo, y cada día además, cantidad de cositas a cual más bonita. No lo niegues, pues mentirías… Y está muy mal que una religiosa diga mentiras
• Pero peor está que una religiosa preste oídos a lisonjas como estas vertidas por la boca de un hombre… Ja, ja, ja
Y sí; Adela lanzó al aire el cascabel de su risa, argentinamente cantarina. Y nos miramos, fijamente, a los ojos. Lo cierto es que allí, en ese habitáculo, no era, precisamente, la claridad lo que brillaba; tampoco podría decirse que la penumbra, menos la oscuridad, fuera lo que dominara aquél ambiente, pues las luces de las máquinas daban una más que apreciable luminosidad, pero era una luz sicodélica, irreal, mezclando el azul con el rojo y el verde, que difuminaba un tanto la visión, pero estábamos tan cerca que podíamos casi leer los pensamientos Y la reacción fue una sola, al unirse nuestros labios en suave, dulce y tierna caricia… Así, nos besamos una y otra y otra vez Yo la besaba a ella y Adela, al segundo, respondía a mis besos besándome a su vez con la misma delicia que yo la besaba a ella…
Nos separamos para volver a mirarnos, con el corazón enamorado, el alma enamorada, en los ojos. Acaricié su rostro, pasando mi mano por sus labios y ella me la besó dulce, muy dulcemente. La miraba largamente, extasiándome con lo que veía, aquél rostro hermoso, querido, adorado casi
• ¡Qué bella…qué bonita que eres, Adela!... Más incluso que entonces, hace veinticuatro años eras… No es que por ti los años parezca que no han pasado, es que, como con el buen vino ocurre, el tiempo te ha mejorado…
• Y, ¿te crees que está bonito requebrar así a una monja? Que la piropees de la manera que me estás piropeando, con esas palabritas de gitanillo canastero, mentiroso y embaucador…
Reímos los dos, alegres, y, de nuevo, un silencio que tenía mucho más de dichosa compenetración de almas, de mentes, que de ominosidades, se enseñoreó del ambiento, conmigo envuelto en el aura de sus ojos, de esa su mirada que continuaba siendo como veinticuatro años antes fuera: La misma candorosamente inocente expresión, casi, casi, como una niña Una niña con ya casi cuarenta y cuatro años.
• ¿De verdad me quieres?... Tus ojos, ese mirar tuyo, siempre en mí, insistente. ¿No me engañaba?
A esa su pregunta, en forma harto común, respondí con otra pregunta
• ¿Tú qué crees?
Entonces ella, sonriéndome bastante más que ampliamente, en una sonrisa que era todo un poema de amoroso arrobamiento, de amor sin límites, llevó sus manos a mi pelo, a mi rostro, acariciándome cariñosa
• Creo que no; que no me engañaba lo que en ellos, lo que en ti veía ¡Me quieres! ¡Me quieres! ¡Me amas! Como yo te quiero, como yo te amo…
Me besó, en los labios, ligera, suavemente, con bastante más cariño; más amor, que ardor… Era el beso de una mujer enamorada
• Porque yo siempre, siempre, te he querido Siempre, mi amor; siempre. Me enamoré de ti; me enamoraste, nada más verte, nada más conocerte Y desde entonces te he querido, te he amado. Sin olvidarte ni un momento en todo este tiempo, todos estos años
Y de las caricias plenas de cariño, de amor, pasamos, irremediablemente, a los besos que, aún rebosantes de cariño, también estaban plenos de pasión, de ardoroso deseo, porque en el amor el deseo de fundirse en un solo ser, una sola materia, con la persona amada, es inherente, consustancial. De manera que nuestras bocas acabaron por abrirse, la una a la otra, y nuestras leguas se buscaron para acariciarse, para beberse, ávidas, la saliva del otro… ¡Dios, y qué beso…qué besos!... Todo deseo…todo pasión… Pero también, todo amor…todo cariño; era el deseo engendrado por el amor, dignificado por el amor… Era, desde luego, la imperiosa fuerza de la libido, pero canalizada a través del deseo amoroso… Ese deseo por el ser amado asociado, per se, al amor, como forma de trocar el sentimiento amoroso, inmaterial en sí mismo, en algo material, tangible.
Así estuvimos minutos y minutos, subiendo en ambos la fiebre, en ansia de absoluta entrega, constatada en esos besos que por segundos se hacían más y más carnales, sexuales, plenos de libidinoso deseo. ¡Dichoso hábito, dichosa toca!... Tan enorme, tan imponente, tan blanca…tan almidonada… Frenético, luchaba contra tan tremendo impedimento, intentando subir esa especie de faldón en que la prenda se prolongaba sobre el pecho, ocultando la femenina redondez de sus senos, para poder acceder a ellos, loco por tentarlos, palparlos con mis manos, aunque fuera por encima de la burda tela del hábito de monja…de “esposa” de Cristo Jesús, Señor y Dios nuestro…Señor y Dios mío… Pero en eso, entonces, no pensaba; no era consciente de lo que hacía…de lo que, empeñado hasta la enajenación, deseaba, sobre todas las cosas, hacer…
En mi mente, una sola idea, imperante, existía: Que ella era, simple y sencillamente, Adela, la mujer que más había querido, que quería con todas las veras de mi alma. La monja que también era, esa Sor María de la Cruz de Cristo, no era ella, no existía, para mí, en tal momento. Y, consecuentemente a mi amor por ella, la deseaba con una briosidad digna de más elevados objetivos. Pero entonces, mi único objetivo, mi delirio de hombre enamorado, era plasmar ese amor sentimental en la materialidad de la unión, la intimidad conyugal, hombre-mujer, comenzando por esa transitoria locura de acceder a sus senos, como paso previo a más íntimas satisfacciones. A la plena satisfacción, material, carnal, de ese amor que me alienaba, por así decirlo. Casi había logrado mi objetivo de tener sus senos entre mis manos, disfrutar de ellos a todo ruedo, pues, indudable, mi subsiguiente propósito sería quitarle ese odioso hábito, esa talar vestidura, que era casi infranqueable valladar a mis eróticos instintos, mi libidinoso deseo, cuando, por fin, ella, ese híbrido entre la Adela mujer y la monja sor María de Tal y Tal, reaccionó a mi “asalto”, y, además, como la monja; se echó hacia atrás, a la vez que rechazaba mi contacto con un suave empujón que puso un, digamos foso, entre nosotros
• No; no Antonio ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué estamos haciendo! ¡Qué estoy haciendo yo! ¡No podemos…no debemos! No puedo, no debo No puedo consentir esto; y tú, no debes ni intentarlo. ¡Soy una monja, Antonio; una monja! Me obligan unos votos que me prohíben consentir en lo que estoy consintiendo No podemos, Antonio; no podemos, no debemos, amor. ¡Sí, amor! Pero no puedo; no puede ser. Aún no, cariño mío, amor mío… Aún no…
Y qué queréis, lo que antes no había visto ni considerado, entonces lo vi y consideré Vi lo que intentaba hacer en toda su terrible crudeza Y no es que me asustara, es que me aterroricé por lo que casi, casi, había llegado a hacer. No lo había consumado, desde luego, pero no porque yo pusiera medio alguno, porque hubiera deseado parar en lo que hacía, sino porque ella lo había impedido, separándose de mí, rechazándome Eso sí; sin violencia, sin descararse conmigo, pero con toda firmeza. Me sentí sucio; un ser infrahumano, una bestia inhumana, o subhumana. Lo más bajo, lo más infame que en la vida se pueda ser.
Pero también estaba desolado, anonadado. La quería, la amaba con toda mi alma, pero también con todo mi cuerpo, todo mi ser, mi carne mortal Y eso hacía que la deseara como jamás hasta entonces había deseado a mujer alguna. Deseaba, con toda mi alma, poseerla, hacerla mujer, mi mujer, mi esposa. Y sí; ante Dios y ante los hombres; ante la Ley Divina y la ley humana. Pero eso no podía ser, pues ella ya estaba “casada”, tenía “esposo”: Ni más ni menos que Cristo Jesús; ni más ni menos, que el mismísimo Dios. Me dejé caer hacia atrás en mi asiento, poniendo el rostro entre mis manos, casi, casi, sollozando; sin llegar a derramar ni una lágrima, pero con el corazón, el alma, rota, destrozada Alcé, por fin el rostro, para decir
• ¿Qué hacemos, Adela; qué podemos hacer? Yo te quiero, te amo, Adela Y tú me amas; acabas de decírmelo, de confirmármelo, hace un momento… ¿Qué vamos a hacer, pues? ¿Resignarnos a no podernos amar nunca?... O cortar por lo sano, pase lo que pase, pese a quién pese, “colgando” tú el hábito y salirte del convento, para unirte a mí Podríamos, incluso, casarnos Por lo civil, claro, pero estaríamos, de todas formas, casados; podríamos vivir juntos…
Entonces Adela, sonriéndome como sólo ella sabía, podía, hacerlo, llevó una de sus manos, la diestra, a mi rostro, acariciándome con esa dulzura, esa ternura que, también, nada más que ella era capaz de acariciarme, diciéndome a la vez
• Tranquilo… Tranquilo, amor. Todo, todo llegará. Sólo, que tengas, que tengamos los dos, un poco de paciencia Todo; sí, todo llegará Pero a su tiempo, si aún para entonces lo deseas, si, de verdad, me quieres…
• ¡Pero qué paciencia, ni qué ocho cuartos! ¡Tú misma acabas de decirlo! ¿Ya no te acuerdas? ¡¡¡ERES MONJA!!!… ¡¡¡MONJA, ADELA, MONJA!!!
• Pues claro que me acuerdo Pero eso no tiene porqué ser eternamente…
• Ya… Cuando fallezcas, desde luego, dejarás de ser todo, hasta monja. Luego, lo que D. Juan dice en el Tenorio… “Si tan largo me lo fiais”…
• Ja, ja, ja No, cariño, no; no me refiero a eso Verás, Antonio; te he traído aquí, esta noche, para decirte algo muy, muy importante. Bueno; para mí, lo es; para ti, espero que también lo sea… Me voy, Antonio; me voy a casa, con mis padres… Me salgo de monja. Volveré a ser una chica…bueno, una mujer, corriente y moliente; sin hábitos, sin votos que me obliguen a ser lo que no deseo ser O, a no hacer, no ser, lo que sí que deseo hacer, lo que sí dese ser…y con toda mi alma…
• Pero…pero, qué dices? ¡Cómo vas a salirte de monja! ¿Y tus votos; los perpetuos? Porque tú ya los emitiste, ¿no? Llevas…llevas…más de veinte años de monja, ¿no es así?
• Pues sí; veintitrés años y pico. Y sí; emití ya esos votos, los llamados perpetuos; hace unos diecinueve años Pero todo eso de los votos es un poco de mentirijillas; sí, formalmente, son para siempre, mientras vivas, te obligan Pero eso tiene truco, o trampa. Porque, si en sí mismos, son perpetuos, el papa puede dispensarte de ellos en cualquier momento. Y no solo a nosotras, las monjas…o los frailes no ordenados, sino también a los sacerdotes del voto de celibato. Sólo que a éstos es muy difícil que se les dispensen esos votos, pero a nosotras, o a los frailes que no sean curas, si te empeñas, si el fraile o la monja se empeña, al final, el Papa, la Iglesia, siempre cede…
Adela calló un omento, sonriendo burlona ante la cara de gilipollas que no se pué aguantar que yo había puesto al escuchar tan peculiar noticia
• Pero no te envanezcas por ello, porque en mi decisión de dejar el monjío, ni pinchas ni cortas. Lo empecé a pensar hace ya unos tres años, y hace ya dos, pasados, que inicié el procedimiento; el asunto lleva ya en Roma algunos meses, por lo que espero que en uno, dos meses a todo tirar, esté resuelto, con la dispensa de votos; la autorización papal, del Vaticano, para que salga, en paz, de la obediencia religiosa. Qué quieres… Ni tenía ni tengo vocación de monja; me vino bien en un principio, cuando, al dejarme tú para casarte con ella, me hundí por completo. Luego, me acostumbré a vivir así; por lo menos, disfrutaba de tranquilidad y equilibrio emocional. Después, hice Enfermería, especializándome en Enfermería de Quirófano y Radiología… Y hasta ahora, trabajando en varios hospitales… Ja, ja, ja… Puedo presentar un buen “Currículum” profesional, no creas, con lo que no creo me sea difícil encontrar trabajo cuando me “salga”…
• Entonces, cuando ya no seas monja… Te casarás conmigo, ¿verdad?
• (Aquí, Adela adoptó un mohín la mar de coquetuelo) Hombre… Si me lo pides como Dios manda…
• ¡”Cachis”!… Y yo, sin un mísero ramito de flores…
Pero, de todas las maneras, ni corto ni perezoso, me planté de hinojos ante ella, para pedirle, “como Dios manda”, su blanca mano Y a Adela le dio una especie de ataque de risa, al verme de tal guisa ante ella
• Ja, ja, ja ¡Pero qué payasito que serás, Toñito! Pero, también, ¡qué maravilloso que eres, mi amor! Con razón me tienes tan loquita por ti, amor. De acuerdo; me casaré contigo. ¡Pero tendrás que pedir mi blanca mano, oficialmente, a mis padres! A mi padre, vamos. Y con el correspondiente ramo de flores… ¡Y el regalo, la pulsera de pedida de rigor, que no se te olvide! Ja, ja, ja…
Se rio de lo lindo ante mi mirada de algo más que arrobador enamoramiento de ella. Al fin, dejó de reír; volvimos a mirarnos, con nuestro corazón, nuestra alma, en los enamorados ojos. Volvimos a acercar nuestros rostros, para besarnos una vez más: Yo, en sus ojos, sus mejillas, mientras ella me acariciaba pelo y mejillas, para enseguida hacer conmigo lo propio Volvimos a separarnos, volvimos a mirarnos Y volvimos a unir nuestras bocas, nuestros labios, en dulces, tiernos, suaves, leves besos, “piquitos”, que se sucedían unos a otros sin cesar… Volvimos a separarnos
• ¡Eres un aprovechado! ¡Y, además, un golfo! ¿Te crees que está bonito besar así a una monja? Ja, ja, ja. ¡Pero peor es que la monja acepte los besos y los corresponda! ¡Mañana, a confesar los dos! Ya lo sabes
• De acuerdo; me confesaré de estos tremendos pecados Pero, ¿Puedo considerar que eres mi novia?
• ¡Y dale con la golfería! ¿Pero tú crees que una monja puede ponerse novia con un chico? ¡Ay Dios mío; y más y más pecados que confesar! Porque sí, mi amor; soy tu novia; tu novia, enamorada de ti hasta los huesos, hasta el alma Y seré tu mujer, tu amante, tu hembra… Todo, todo lo seré para ti. Todo, pero ante Dios, sin avergonzarme, sin avergonzarnos. Porque lo nuestro, siempre, siempre, será amor; amor sincero, espiritual, pero también material Muy, muy pasional; muy, muy encendido. Que si lo cortés no quita lo valiente, lo valiente tampoco descarta lo cortés, y la pasión, por encendida que sea, tampoco es incompatible con el amor más puro, más limpio
La noche se prolongó en hora y pico, hasta eso de las tres de la madrugada, con nosotros dos paseando galería arriba, galería abajo, cogiditos de la mano a veces, enlazados por la cintura a ratos, diciéndonos palabritas tiernas, muy, muy tiernas, cariñitos muy acaramelados, como adolescentes que por vez primera prueban las mieles del amor Pero también haciéndonoslos, besándonos las mejillas…y a veces los labios, a iniciativa mía, en esos dulces, suaves, “piquitos”, con ella “enfadándose” conmigo, de mentirijillas, cuando tal hacía
• Y tú, dale que dale Al Infierno; al Infierno de cabeza, vestidito y calzadito, vas a ir, por besar así a una monja. Pero ¿sabes? Yo iré contigo a los dominios de Satanás, por aceptar estos besos, por correspondértelos como te los correspondo…
Y así continuaron las cosas por tres días más; en las mañanas, en las tardes, manteníamos el mismo régimen de trato de antes, muy formalitos ante propios y extraños, con mucho usted entre nosotros, esos “Hola Antonio; buenos días: ¿Cómo se encuentra usted hoy?”; “bien hermana, muy bien; muchas gracias a su atención, sor María”. Pero ya entonces, cuando la miraba lleno de pasional amor, ella no me bajaba los ojos, sino que me sostenía la mirada enviándome mudos mensajes de encendido amor, correspondiendo a los míos, yo, en esas miradas incendiarias que le enviaba le decía “Te quiero, Adela; te adoro, vida mía, con toda mi alma. Y te deseo; te deseo, querida mía, con todo mi masculino ser. Porque te quiero, amor mío, porque te quiero” A lo que ella, en esas sus miradas de correspondencia a las mías, me respondía: “Y yo también te quiero, te amo, con toda mi alma, con todo mi ser Y también te deseo con todo lo femenino que hay en mí; pero paciencia, cariño; paciencia. Todo llegará, ya lo sabes, amorcito, cariño mío de mi alma Todo, todo llegará”.
Y luego, cuando daban las doce, doce y algo de la noche, cuando los pasillos y galerías de las plantas quedaban desiertas y más a oscuras que en penumbra, me deslizaba fuera de la habitación, en el mayor sigilo, procurando que nadie me viera, a ese mismo habitáculo, ese mismo “área de servicio”, a que ella me llevara ese glorioso primer día, cuando formalizamos nuestro muy especial noviazgo. Y allí nos encontrábamos los dos; a veces, cuando yo llegaba, ya estaba ella allí, esperándome; otras, era yo quien esperaba algún que otro minuto a que ella llegara.
Pero en la noche de ese tercer día Adela me vino con una noticia que, cuatro días antes me habría más que alegrado, alborozado, pero que entonces fue una de las peores que podían darme
• Antonio, cariño; mañana te darán el alta; hoy lo ha decidido la doctora. A Dios gracias, todo lo tuyo está superado; descartado lo que parecía irremediable y curado lo menos grave… Gracias a Dios, todo está ya bien… Y vuelves a casa, con tus hijos…
• Y me separo de ti, mi amor, mi vida Mi todo, mi todo. Lo que ahora más deseo y quiero
• Sí, mi vida; sí; nos separamos Debemos separarnos Pero por poco tiempo; ya sabes; un, dos meses a lo sumo Pasará, pasarán pronto, ya verás; y entonces, cuando nos volveremos a encontrar, a unir, será ya para siempre, para nunca más separarnos Y para amarnos sin límites, sin barreras, por todo el resto de nuestras vidas. Porque, amor, me estaré cayendo de vieja, estarás derruido de viejecito, y yo seguiré queriendo amarte y deseando que tú me ames; amarnos como lo que ya seremos, hombre y mujer, marido y esposa… Y ya sabes lo que se dice: Que si ya no puedes “mascallo”, al menos, podrás “chupallo”, Ja, ja, ja…
• ¡Pero, señora monja!... ¡Repórtese, por favor!... ¡Dios y cómo está el clero!...
• Ja, ja, ja…
Fue un tanto triste esa noche, pero también muy, muy amorosa, muy, muy, cariñosa. Nos despedíamos por un tiempo, como lo que para nosotros, ante todo y sobre todo éramos: Novios; novios formales, bajo palabra de matrimonio que yo a ella le diera y tomara, que ella me tomara y diera a su vez… Pero de novios a la antigua usanza; esa usanza que, a lo mejor, de siempre ha sido más mítica que real, pero que entre nosotros más real, por casta y limpia, no podía ser, aunque también, con esas ligeras licencias que nos tomábamos y otorgábamos, esos besos, a veces suaves, limpios, todo en ellos dulzura, ternura, amorosa; otras, con esa dulzura, esa amorosa ternura, un tanto matizada de pasión, pero pasión que también era amor, cariño, cuando los besitos se hacían besazos amorrados, con importante participación de lenguas en amoroso intercambio de saliva…
Y, efectivamente, a la mañana siguiente, cuando a eso de las once la doctora Tomás pasó consulta en mi habitación, me anunció que ese mediodía me iría a mi casa, con el alta; que, a eso de las tres de la tarde pasaría a darme el alta definitiva, con el informe para mi doctora de atención primaria, de “cabecera”, que antes se decía, con lo que, a partir de entonces, podía, por fin, regresar a mi casa. Y así fue; poco antes de las tres, con mis hijos ya en la habitación y yo vestido, listos todos para salir hacia casa, la doctora vino a entregarme el informe, con lo que, al momento, salimos los cuatro, mis hijos y yo, para casa, con mi Montse al volante, conduciendo el coche.
De Adela, como quién dice, no pude despedirme; al menos, como quisiera, como los dos hubiéramos querido. En fin, que todo se quedó en esas miradas que ya, casi continuamente, cruzábamos entre nosotros. Y con mucha más pena que alegría en nuestros ojos- ¡Cuánto, cuatísimo me costó salir del hospital! Dejarla atrás, aunque sólo fuera provisionalmente, hasta que ella volviera a su casa, la de sus padres, reintegrada a la vida normal
Y cuantísimo que a ella le costó decirme “Adiós” con sus ojos más que menos acuosos de lágrimas, cuando, al salir definitivamente de la habitación, con mi bolsa de viaje en la mano de mi Antoñín, perdón, mi Antonio, y mis hijas flanqueándome, cogiéndome cada una de un brazo, con todo el cariño que me tenían, la vimos junto a la isla de Control de Enfermería… Había ido allí, pretextando cosas más innecesarias que otra cosa con la enfermera de guardia, para poder estar presente cuando yo saliera para casa… Para poder verme, por última vez, hasta que pudiéramos estar ya juntos para siempre… Y lo grande fue que, mientras ella y yo apenas si cruzamos palabra, mis hijas corrieron hacia ella a abrazarla, a besarla con verdadero cariño; y, también para que la que ellas conocían sólo como sor María las abrazara a las dos, besándolas en la frente con un cariño que se traslucía de tal manera que a mí me conmovió… Entonces me di cuenta: Para Adela, mis hijas, mis tres hijos, eran los hijos que de mí pudo tener y no tuvo… Y, si alguna duda al respecto podía caberme, entonces ocurrió que esa Adela revestida de sor María de la Cruz de Cristo se volvió hacia mi hijo, que se mantenía junto a mí, con mi bolsa en la mano y apartado de ellas tres, diciéndole
• ¿Sería vuesa merced, señorito D. Antonio, tan amable de despedirse de esta humilde servidora suya con un beso?
Y Antonio quedó un tanto corrido, ante la atención que esa monja tan especial le dedicaba; dejó en el suelo mi bolsa y se acercó a ella, que le recibió con los brazos abiertos, besándole en la frente. Luego, metió sus dedos en la pelambre de la cabeza del muchacho, hablándole más como madre atenta que como ninguna otra cosa
• Y no seas trasto… No hagas enojar a tu padre… Ni a tu hermana, que a la pobre me la traes martirizada…
FIN DEL CAPÍTULO
Comentarios de los lectores
© Copyright 2009 Historias de Seducción. Queda expresamente prohibida la publicación y la distribución de todo o de parte del contenido de la presente obra, sin previo y expreso consentimiento del autor