CAPÍTULO 3º
CAPÍTULO 3
Llegué a casa y, aunque mis hijos, particularmente las dos chicas, estuvieran de alegres que apenas si se creían tenerme de nuevo en casa, tras de casi mes y medio en el hospital, yo andaba como perro sin amo por la casa, por la calle… Sin saber ni qué hacer, pues de nada que no fuera verla a ella tenía ganas… Así, aguanté unos cuatro o cinco días, al cabo de los cuales, desesperado, me presenté una mañana en el hospital. Fue una gilipollez, una tontería por mi parte, pues, finalmente, salí de allí, como por aquí se dice, “con la cabeza caliente y los pies fríos”; es decir, frustrado en mis intenciones ya que aunque la vi, de poco me sirvió, pues ni hablar pudimos…y sin casi, más bien; estaba en lo que debía estar, por las habitaciones, y yo, qué iba a hacer, sino llegarme a la isla de Control de Enfermería y allí pegar la hebra con el par de enfermeras que entonces allí estaban, conocidas de mi reciente estancia allá, charlando con ellas, esperando que mi amada, por fin, perdiera algún que otro momento conmigo. Así que allí estuve, soltando gilipollez tras gilipollez, que, no obstante, las hacía reír a carcajadas, hasta que al fin apareció mi dulce tormento, aunque de poco me sirvió, pues, amén de andar atareada, allí, a nuestro alrededor, había más gente que tíos en la guerra, por lo que lo que hablamos más insulso no pudo ser
• Hombre, Antonio; usted por aquí. ¡Qué sorpresa!... No me diga que le ingresan otra vez…
• No, no, hermana; ¡Dios no lo permita!... Simplemente, tenía que venir por cosa de papeleos y me llegué a la planta para agradecerles lo bien que se portaron conmigo
• Pues muchas gracias a su atención, Antonio; precisamente, me disponía a tomar un café de la máquina; ¿le apetece acompañarme y tomarse uno?
Eso fue lo único que pude sacar, más o menos en claro; acompañarla a una de esas “áreas de servicio”, no la “nuestra”, más lejana, sino otra idéntica. Marché junto a mi Adela, en eficaz papel de sor María de Tal y Tal, y entonces sí que ella me cuchicheó
• ¿Por qué has venido?... Ha sido una tontería, pues no podemos hacer lo que los dos deseamos…Vamos, que ni hablar podremos… Ten paciencia amor; no será ya tanto tiempo el que debamos esperar
Y sí; una solemne tontería fue, pues de ahí, ese trato formalista, y sin rozarnos siquiera, no pudimos pasar. Regresé a casa como gato escaldado y me dije que, lo mejor, sería volver al trabajo, a viajar; llevaba ya casi dos meses sin “dar palo al agua”, (sin trabajar), y, por ende, sin meter un duro en casa… También, anímicamente, volver a trabajar me vendría bien, pues me ayudaría a no estar todo el día con ella, Adela, en la mente.
Así, que me puse manos a la obra, preparando lo necesario para volver al viaje, a trabajar. No me llevó más allá de un par de días ponerme al corriente de las novedades advenidas en la existencia de los almacenes representados y en tres días lo tenía ya todo listo para salir de viaje, carteras de muestrarios, tarifas y oficina, con todo lo referente a escribir, amén de mi maleta de equipaje; y aquella noche, la última que pasaba en casa antes de reintegrarme a mi trabajo, por esos pueblos y carreteras de Dios, abordé lo más peliagudo: Decirles a mis hijos que tenía novia y que planeábamos casarnos tan pronto pudiéramos… Y quién era mi novia, que tampoco era moco de pavo decirles quién era
Fue esa misma noche, cuando, después de cenar, nos sentamos tranquilamente en el salón a ver un rato la “tele”, yo con ese café solo de todas las sobremesas, después de comer, después de cenar, aunque esa noche, para darme ese falso valor del alcohol desinhibidor, le pedí a Montse me sirviera por una copa de coñac. Y allá fui, directamente al grano… Con los menos rodeos posibles. Si el anuncio de que tenía novia, con lo del “casorio” cuanto antes, desde luego fue una tremenda sorpresa para ellos, casi una bomba, pero sin caerles todo lo mal que yo esperaba, la que se formó cuando supieron quién era la agraciada de mis ensueños, se armó la tremolina…la de Dios es Cristo… Que si estaba loco, que si eso no podía ser, que si es que me había convertido en un ser depravado seductor de tiernas monjitas… Lo que digo: ¡La monda!... Pero la furia del vendaval fue amainando, poco a poco, cuando fueron sabiendo de nuestra historia… De cómo nos enamoramos nada más conocernos y cómo la abandoné para cumplir, como bueno, con su madre… Y lo definitivo del final aquietamiento de los malos vientos tormentosos, fue cuando les mostré los artículos del Código Canónico referentes a la vuelta al estado seglar de frailes y monjas… Cómo nosotros dos, Adela y yo, no éramos “Anatema sit” en la Iglesia, por querernos y desear casarnos, ser marido y mujer, ante Dios y ante los hombres
Quedaron en silencio unos minutos, hasta que Carmela lo rompió, empezando a hablar
• ¡Bueno!... ¡Menuda sorpresa!... Y qué historia más bonita la vuestra… Más romántica… Y, ¿sabes papá?... Ahora, estoy segura de que mejor esposa que… ¿Adela, vedad?... (Asentí con la cabeza) Pues eso; que mejor mujer que Adela, no podías haber encontrado… ¿Verdad Montse?...
La nota discordante la puso mi hijo que, cuando sus dos hermanas se levantaban para venir a mí y felicitarme con sus besos y abrazos, él rompió a llorar, desconsolado, diciendo
• ¡Ya no quieres a mamá!... ¡Ya no quieres a mamá!...
A momento, Montse se fue a él, abrazándolo, besándolo, acariciándolo, como una madre lo haría, diciéndole
• No Antonio; no… Pues claro que papá sigue queriendo a mamá… Pero, mamá ya no está aquí… ya no está con nosotros… Ya no está con papá… Y papá está solo… Vamos a ver; ¿es que a ti no te gusta andar con esas amigas que tienes?… Con las chavalas con las que sales… A bailar y tal… ¿Es que no has tenido ya alguna que otra novieta? Marina, por ejemplo… Pues a papá le pasa lo mismo…
• Pero papá es mayor… Las personas mayores no tienen novia…
• Ya… Pero tienen esposa, mujer…marido… Yo misma; me casaré enseguida…y me iré de casa… Y Carmela… De momento, sólo tiene novio. Pero cumplirá más años… Y se casará también… Y, como yo, se marchará de casa… Y tú… Dentro de algunos años, tendrás una novia formal… Una chica a la que querrás con todo tu alma… Con la que te casarás… Y te irás también de casa…como nosotras… ¿Y qué pasaría entonces con papá?... Se quedaría solo, sin nadie… ¿Quién le iba a cuidar, si cae enfermo?... ¿Quién le haría compañía?...
Y mi Antoñín, perdón, mi Antonio, se fue calmando… Dejó de llorar, pero sin acabar de serenarse del todo… Esa sensación de que su padre traicionaba a su madre, su recuerdo, no acabó de abandonarle… Hasta que le abandonó…
A la mañana siguiente de nuevo estaba en la carretera al volante ya no de aquél Renault 4L, “Cuatro Latas”, sino de un muy flamante ”Seat Toledo”; y así, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, siempre con lo de “carretera y manta, p’alante”, fueron transcurriendo las semanas hasta completarse los casi dos meses desde que salí del hospital. Así iban las cosas, conmigo más mosca ya que todas las osas, pues el mes, mes y medio que Adela me señalara como espera máxima para salir se del monjío y poder, juntos, empezar a preparar lo de nuestra boda, se alagaba, y alargaba y alargaban. Así iban, más menos, las cosas, conmigo ya muy en plan de “Divino Impaciente” cuando al llegar una noche al hotel, a cenar, en recepción me dicen
• Un telegrama para usted, D. Antonio
Tomé el papelito con un nudo en la garganta y las manos temblequeándome… Le abrí
• Papá; una tal Adela acaba de llamar, para decir que ya está en su casa… Esperándote… ¡Anda, y no seas tonto!... Vente para acá de inmediato, que ella te espera
Ni cené ya; liquidé la cuenta del hotel y salí pitando “pa” Madrid… Llegué allí hacia las dos y mucho de la madrugada y, sin encomendarme a Dios ni al Diablo, me planté en el portal de su casa. Pero entonces me di cuenta, primero, en que qué narices hacía allí y a tales horas, con todo el mundo de siete sueños…si no era de ocho. En segundo lugar, pero no menos importante que el primero, empecé a sentir algo así como telarañas en el estómago… En fin, que me metí en una cabina telefónica que casi allí mismo había y, con menos vergüenza que un gato en una matanza, telefoneé a aquella casa… Me respondió una voz masculina, algo más que somnolienta
• ¿Diigaaa?
• ¿Oiga?... ¿Adela, por favor?
• Perfecto… Y… ¿No podía esperar a mañana?... ¡Que son las tres de la madrugada, oiga!...
Me veía colgado…por el teléfono, claro, cuando la escuché mediando con su padre, el hombre que me contestara al llamar yo
• Perdone, padre; perdone… Es…es él… Antonio…mi novio…
• ¡Pues ya podía llamar a mejores horas!
Y por fin la escuché a ella, directamente, dueño y señora del teléfono
• Espérame, amor; enseguida bajo y estoy contigo
Y, efectivamente, en un periquete la tenía abajo…conmigo, fundiéndonos los dos en un casi interminable beso, dulce, tierno… Pero también candente, pleno de deseo… De deseo de ser los dos uno en la íntima unión de hombre y mujer. Bajó, realmente, en camisoncito de dormir, echándose una más bien sucinta batita por encima, sumamente tenue, ligera, delgada… Entonces pude ver su pelo, ese pelo que antes me lo había velado esa horrenda toca. Sedoso, a trazos ondulado, en media melenita, corta, pero no tanto…
Claro que nos besamos… Claro que nos acariciamos, ya con todo derecho… ¡Y de qué manera, además!... Pero sin pasarnos pueblo alguno, que Adela era mujer a la antigua usanza… Paseamos durante ratos y ratos por las calles y callejas aledañas, cogiditos de la mano a ratos, y a trancos, enlazados por la cintura… Al día siguiente, ella quiso que quedáramos en donde antes quedábamos…donde nos conocimos, en el parque Eva Duarte… Y allí pasamos la mañana, paseando, mirándonos, besándonos, acariciándonos… Diciéndonos todo cuanto nos queríamos… Diciéndonos palabritas muy, muy, dulces, muy tiernas… Muy bonitas… La verdad es que, para cualquiera que nos viera, resultaríamos ridículos… Una pareja ya madurita, como quién dice, cuarentones, y ya más que avanzado, por mi “respective”, comportándose casi que como adolescentes… Pero lo que se dice más de una vez…El amor no tiene edad…y uno tiene la edad que su corazón, sus ilusiones, tienen… Y yo, entonces, de los veinte no pasaba… Ni de los 17/18 Adela…
Por la tarde, al Retiro, a perdernos por sus paseos y veredas, buscando las más solitarias umbrías para podernos besar, acariciar, a modo y manera, aunque sin tampoco perdonar ir al estanque y embarcarnos en una barca de remos, empuñando uno ella, el otro yo, bogando ambos dos al unísono; una canción de la cantautora Mari Trini, muy celebrada por los 70-80, “Amores”, rezaba en su letra: “El amor es una barca/ con dos remos en el mar/ un remo empuñan mis manos/ el otro lo mueve el azar”… Yo, eso, así no lo veo; sí podría representarse al amor como una barca de dos remos con cada miembro de la pareja empuñando uno y remando ambos dos a la par, con el mismo brío y dirección, para llevar esa barca, su amor, a buen término…a buen fin. Pero dejémonos de greguerías más o menos filosóficas, y volvamos al “turrón”. Decía que también nos subimos a una barca y empezamos a evolucionar por las someras aguas del estanque, hasta que, al rato, puse proa hacia la orilla, al lado contrario del embarcadero, un tanto a la izquierda; un paraje muy acogedor, poblado de varios sauces, altos como dos-tres veces un hombre alto, frondosos en ramas que se doblaban sobre las aguas del estanque hasta besarlas, y entre ellos, un suelo alfombrado con crecidas yerbas.
Arrimé, por fin, la barca a la orilla; en el estanque, somero hasta cubrir como metro y medio por lo más profundo, más menos, el centro, y medio metro escaso por lo más superficial, las olas eran imposibles, por lo que muy, muy difícil que la barca se apartara de la orilla; no obstante eso, valiéndome de las ramas de sauce, aseguré la “nave” a esa orilla y nosotros dos saltamos a tierra… No era muy normal eso de “atracar” junto a las orillas, al buen tun, tun, pero tampoco cosa tan extraordinaria… Ya en firme enjuto, nos tendimos sobre la hierba, almohadillada, juntitos los dos, mirando un firmamento que a través de un techo de ramaje a trancos se mostraba… Permanecimos así, en silencio, unos minutos, hasta que Adela, vuelta hacia mí la cara, me dijo
• ¿Sabes en lo que estoy pensando?
• Pues, si no me lo dices…
• Que es esta la primera vez que nos acostamos…juntos…
• Adela, cariño mío; no tentemos al Diablo, con ideas raras… ¿Quieres?
Y mi amada, dejó escapar unas risitas con una sorna, que ya, ya
• ¿Te pongo…”nerviosito”?... ¡Ja, ja, ja!
• Que no “mentemos la soga en casa del ahorcado”, Adela, amor… ¡O no respondo de lo que pueda pasar!... ¡Leñes, ya!
• ¡¡¡JA, JA, JA!!!... Conque mi cariñito me está saliendo un tanto… ¡TORITO!...
• Oye, oye… Que todo lo que tenga que ver con “cuernos”, es de lo más malsonante para un novio…
Nos reímos los dos como críos; empecé a hacerle cosquillas y acabamos rodando por aquél césped, hasta que, de improviso, me vi encima de ella… Y muy, muy enardecido por aquél incruento “combate” cuerpo a cuerpo… Nos quedamos serios y nos miramos… Nos miramos fijamente… Con las mejillas encendidas, brillantes los ojos…muy, muy brillantes…tan encendidos como las mejillas y, por segundos, acelerándose y acelerándose nuestras palpitaciones, mientras nuestra respiración se hacía más y más entrecortada… Nos besamos… Bueno, la besé en su boca, con exacerbada pasión, loco por rebañar hasta el último rincón de tan húmedo interior… ¡Dios!; si casi, casi, le llego a las amígdalas…
Pero es que ella, al responderme, tampoco se quedó tan atrás; claro está que me abrió, gustosamente galana, su boca…claro que su lengua buscó la mía y, a su vez, quiso relamerse todo ese mismo interior mío; pero es que no se quedó ahí, sino que se abrazó a mí, casi, con ferocidad… Y sucedió lo que en forma alguna hubiéramos podido pensar momentos antes… Yo estaba, como digo, encima de ella, pero con sus piernas unidas entra las mías… Entonces, Adela se las compuso para separar sus piernas, abriéndolas a casi cuanto podían dar, dejando las mías entre las de ella… La falda del vestido, a la maniobra, se le había subido casi hasta la cintura… Y alzó su pubis, buscando el más íntimo contacto posible entre nuestros sexos…eso sí, a través de la liviandad de sus braguitas y lo, más bien, nada tenue de mi pantalón
Volvimos a mirarnos, con los ojos reflejando el ansia deseosa que nos dominaba a los dos… Me abrazó más fuerte, susurrándome al oído
• Venga amor…hazlo; hagámoslo, vida mía… No pienses… No pensemos…no razonemos… Sólo, amémonos… Ámame, amor… Amémonos los dos…
• ¿Estás…estás segura?... ¿Estás segura de que eso es lo que quieres?
• No lo sé, amor; no lo sé… Sólo sé que te quiero… Que te quiero, mi amor… Y que te deseo…te deseo, vida mía…te deseo… ¡Dios mío, y cómo lo deseo!...
Ella me decía que no pensáramos, que no razonáramos… Que sólo sintiéramos el embrujo del momento, olvidados de todo y de todos… De nuestros principios, de nuestra moralidad, eminentemente religiosa y católica… De esos conceptos, viejos ya para entonces, trasnochados, de la doncellez de la mujer hasta su Noche Nupcial… Me incorporé para soltarme el cinturón y bajarme los pantalones, y en tal momento ocurrió: Unas risitas, a nuestra derecha, rompieron lo “caluroso” del momento. Giré hacia allá la vista y, tras la protección del seto de aligustre que por allí circundaba el sitio, vi las cabezas de tres o cuatro chavales, mozalbetes de trece-catorce años, pegándose, a nuestra costa, todo un señor homenaje a la vista. Me acabé de levantar y salí tras ellos, mientras, presurosa, también Adela se levantaba, arreglándose la ropa
• ¡Hijos de la gran p…! ¡Mirones de mierda! ¡Como os agarre os vais a enterar!
Pero cualquiera los alcanzaba, corriendo como gamos a sus poquísimos años, mientras se carcajeaban de mí a mandíbula batiente... Y, encima, soltándome “¡Tu jay está riquísima, tío!… ¡Que os aproveche!… ¡Ja, ja, ja!” Desesperado de poderme tomar cumplida venganza a tal desafuero, regresé junto a Adela
• Vámonos de aquí… Volvamos a la barca… Y al embarcadero
Le dije, y tal hicimos. Por la noche, la llevé a bailar, y, como de otra forma no podía ser, a Pasapoga…pero un Pasapoga que, para aquél 1989, era ya “triste historia de lo que fue”. Conservaba, la conservó siempre, esa fastuosidad rococó de su decoración en todo su antiguo y tradicional esplendor, pero también se le había echado encima un halo de cutrería espeluznante… Aquellas apreturas de veinticuatro años atrás, que ni un alma más cabía entre su planta baja, la noble, y sus dos pisos superiores, esa noche apenas si cuatro gatos se acomodaban alrededor de la pista central… Y, en el escenario, para completar el cuadro, un Casto Sendra, “Cassen”, que resultaba patético. “Cassen” fue un actor cómico que en los 60-70 tuvo su momento estelar, lo mismo en el cine que en la “tele” y el teatro, pero que entonces, a sus casi sesenta y un años, lo vi más que viejo, decrépito…sin ideas…roto… Uno de tantos “juguetes rotos” de la escena… Le acompañaba una muchacha, la “cara bonita” del espectáculo, enseñando pierna y muslamen, que luego supe era hija suya. Claro, que lo que entonces ignoraba es que ese hombre estaba ya herido de muerte, pues le quedaban apenas dos años de vida… En fin, todo un cúmulo de “Tistes historias de lo que fueron”…
Y así, el día acabó como en nuestro tiempo solían acabar los días que novio y novia pasan juntos: Un besito…y algún achuchón más o menos sabroso en la oscuridad del portal de ella, y cada mochuelo a su olivo… Con más bien que los pies fríos y la cabeza caliente… Y tres cuartas de lo mismo vino sucediendo en los subsiguientes ya fines de semana, pues la normalización del “finde” había ya llegado hasta el último rincón de este viejo país llamado, más o menos justamente, de la “Piel de Toro”. Unas tres semanas después tuvo lugar la formalísima petición, a sus padres, de la blanca mano de mi adorada Adela, por cuenta de mis padres y para su ya más cincuentón que cuarentón hijo. La verdad es que el evento no dejaba de tener su lado cómico, caricaturesco, con mis padres algo más que setentones y los de Adela, tres o cuatro “quintas” menos (“quintas”=años; de cuando en España existía el Servicio Militar Obligatorio. La “quinta” era el conjunto de reclutas de cada año) Pero ya se sabe; el eterno femenino y a Adela le hacía ilusión eso. Y claro está que tuvo su pulsera de pedida, en oro macizo con dos hileras de diamantes, que de mis entrañas me salió el montón de “pasta” que tuve que “aforar” por ella, pues mis reservas dinerarias casi acaban en la “UVI”… Pero mi Adela se merecía eso y más…
Y, por fin, casi dos meses después de que ella recuperara su estatus seglar, una Adela algo más que radiante, rabiosamente hermosa en su flamante vestido blanco de novia, con no sé cuántos metros de cola, entraba en la iglesia parroquial de su calle del brazo de su padre, padrino de nuestra boda, y a los majestuosamente vibrantes acordes de la “Marcha Nupcial”, de Félix Méndelssohn, mientras que yo la esperaba al pie del altar, de smoking, y con mi hija Montse, madrina de nuestra boda, a mi izquierda. Pasó la ceremonia, la sesión de fotos de rigor y transcurrió la cena-banquete, con lo que acabó por llegar el feliz momento del ¡Al fin solos!, cuando con ella en brazos, como de otra manera tampoco podía ser, traspasé el umbral de la habitación del hotel, cerrando la puerta tras de nosotros, con el pie.
La dirección del establecimiento nos dio la bienvenida a la habitación con una botella de cava bien frío, en su cubo de hielo, con la clásica servilleta casi envolviéndola y dos copas; además, la típica cesta de frutas y una bandeja con chocolates para la recién casada. Parecerá mentira, pero así era: Que si nerviosa, en tal momento, estaba Adela, lo mismo, o más, estaba yo… Ella, desde luego, “primeriza”, y yo parecía serlo. Una canción de Ana Belén dice: “Comenzamos por probar el vino”, y nosotros empezamos tomando a sorbos las copas de champán que al efecto escancié. Adela, aún enfundada en su impoluto vestido de novia, con el velo enmarcándole el rostro, me miraba con esa su angelical inocencia en su faz, en su sonrisa, casi infantiloide… En esa arrobadora manera de mirarme que tenía, toda ella cariño, toda ella amor; tierno amor, dulce ternura…
Me dirigí a ella, la ceñí por la cintura con un brazo mientras con la otra mano le acariciaba su bello rostro, su linda cara, esas mejillas, entonces arreboladas por los nervios del momento del “¡¡¡AL FIN SOLOS!!! Subí la otra mano, la que con su brazo ceñía su cintura, hasta posarla también en su mejilla, ambas dos entre mis dos manos, y le eché el velo hacia atrás, cayendo, blando, tenue, al suelo, dejando su pelo al descubierto. La besé; en su frente, en sus ojos, en sus mejillas… Y en sus labios; con ternura, con mucha, mucha ternura Con dulzura, infinita dulzura Con amor, muchísimo amor; con todo el inmenso amor que me inspiraba Y ella correspondía mis caricias en la misma medida que las recibía, besándome, acariciándome, con el mismo amor, la misma ternura, la misma dulzura que yo ponía en mis besos, mis caricias
Mis brazos, cuyas manos habían estado acariciando su rostro, pasaron a abrazarla, estrechándola contra mí, y sus brazos subieron a rodearme el cuello abrazándose a mí con no menos pasión que yo la abrazaba a ella Al rato, nuestros labios se separaron para volver a mirarnos
• ¡Qué hermosa; qué bonita que eres, Adela, reina mía! ¡Qué maravillosamente bella que eres, amor mío!
Ella se ruborizó un tanto. Y no era para menos, pues mis ojos reflejaban el intenso deseo que entonces me embargaba. Deseo amoroso; el deseo que el amor desata cuando aspira a materializarse en la íntima unión de la pareja Y, por fin, más roja que menos, Adela se separó de mí, diciéndome
• Anda cariño; ayúdame con el vestido; bájame la cremallera…
Le bajé la cremallera ayudándola a quitarse el vestido que cayó, inane, a sus pies, que sacó del redondel que la prenda formó en el suelo, quedando en combinación o enagua Una enagua blanca cual piel de armiño, toda ella en encaje de blonda, con la parte superior ajustándole perfectamente el pecho, sujetándole en alto los senos merced a un corte inmediatamente por debajo de éstos, supliendo así al sujetador, alcanzando por abajo justo hasta cubrirle la braguita tipo tanga. La blonda de esa parte superior, ese sustituto del sujetador, desvelaba la turgencia de los senos, aunque ocultando, casi cuidadosamente, las areolas señoreadas por sus pezoncitos. Y a mí casi se me paraliza el corazón ante tanta belleza. Y si antes mi Adela estaba un tanto ruborizada, entonces, ante el efecto que su semi desnudez hacía en mí, más parecían sus mejillas primaverales amapolas, de lo rojas que se pusieron. E intentó buscar el “olivo” (escabullirse, escapar) buscando refugio en el cuarto de baño
• Estoy algo sudadita; me bañaré… Luego puedes bañarte tú…
Hizo intención de irse al baño, pero yo la detuve, tomándola de un brazo
• Espera cariño (Ella se volvió hacia mí, con muda pregunta en sus ojos) Que digo… Y… ¿Por qué no dejamos lo de la ducha para después?
Me miró un tanto desconcertada para, enseguida, decirme
• ¿Quieres que nos acostemos ya…sin ducharnos ni nada?...
• Quiero
• Como quieras, amor; momentito… En un pis pás me cambio… Me pongo el camisón y estoy aquí… Tú puedes ir poniéndote el pijama…
• ¿Y si…y si…nos olvidamos del camisón y mi pijama?... ¿Te importaría?
• ¿Acostarnos desnudos dices?
• Acostarnos desnudos digo
Adela se quedó casi sin habla, enrojeciendo hasta la punta de las orejas, hasta la raíz del pelo. Se rehízo enseguida del “impasse”, diciéndome
• Sea como quieres… Siempre será, entre nosotros, como tú prefieras… Lo que tú digas…
• No amor; será como los dos queramos que sea; lo que los dos deseemos que sea.
Se fue hacia la cama y yo detrás de ella, con el corazón en un puño. Bueno; con el corazón en un puño creo que estábamos los dos. Ya junto a la cama, se detuvo y comenzó a desnudarse; se despojó, primero, de la combinación o enagua; seguidamente, sentándose en el borde de la cama, se descalzó sacándose seguidamente las medias, para acabar bajándose las braguitas hasta el suelo. De inmediato, se subió a la cama, tapándose, pudorosa, con la sábana. Fue casi un segundo, una especie de flash, la visión que tuve de aquél cuerpo, desnudo en su integridad, que me traía loco. Sí; loco; loquito del todo, a qué negarlo…
También yo me llegué junto a la cama y me desnudé En mi vida creo que lo hiciera más rápido Francamente, para entonces, estaba que ardía. Ya desnudo, tal y como mi madre me puso en este mundo, sólo que más crecidito…ja, ja, ja…cogí la sábana que la cubría y de un meneo contundente, la aventé, desmadejada, al suelo; Adela pegó un respingo y, en reacción instintiva, hizo ademán de cubrirse sus parte esenciales, las más íntimas, senos y lo más femenino de su ser de mujer, con brazos y manos Pero se quedó en eso, en ademán involuntario, pues de seguido desistió de su intención, para mostrárseme en toda la gloriosa esplendidez su cuerpo desnudo; eso sí, con un enrojecimiento de rostro que, si una más que roja amapola pudiera verla, de pura envidia fenecería al instante. Me subí a la cama, aunque quedándome a los pies, de rodillas ante ella, contemplándola extasiado. ¡Dios mío, y qué belleza de formas! Anonadado; sí; anonadado estaba contemplándola
Ya lo dije antes, Adela era menudita; muy, muy menudita. Cortita de estatura y muy delgada, tenía todo, no obstante muy, pero que muy bien puesto, a tono con su general menudez. Así, sus senos sin ser nada grandes, tampoco resultaban tan exiguos; redondos y firmes, se mantenían sin desparramarse por su pecho desnudo, sino que aparecían, en cierto modo, al menos, erguidos. Su vientre, plano, aunque, por efecto de la postura, tumbada boca arriba, un tanto cóncavo. Cintura muy estrecha, casi de avispa; el pubis un tanto elevado mostrando la mata de pelo, vello púbico, a juego con sus cabellos. No; no se lo “arreglaba” para mi satisfacción, pues un pubis rasurado, en todo o en parte, apenas si me dice algo Soy natural en mis gustos y los afeites en esa parte de la femenina anatomía no me gustan nada De ahí para abajo, unas piernas maravillosamente bien torneadas, coronadas por unos muslos que eran poema a la femenina beldad, con esos piececitos pequeñitos, divinamente bien formados, de deditos chiquitines, preciosos, preciosos, preciosos Y es que, toda ella era preciosa; o, al menos, así la veía yo
Al poco, ella, más y más colorada, según pasaban los instantes bajo mi arrobadora mirada, me dijo, y entonces sí que se cubrió, los senos posando sobre ellos un brazo, y “lo otro”, con la mano del brazo contrario
• No me mires así, cariño… Me da vergüenza…
Gateé hasta ella, para quedarle encima, apoyado sobre la cama con manos y rodillas, con su cuerpo flanqueado por mis piernas, mis muslos, descansando mis rodillas cada una a un lado de su hermosísima humanidad. Acabé por apoyarme en una sola mano, poniéndola a cabecero de la cama, más allá de su cabeza, para poderla acariciar con la otra mano… Mesé sus cabellos, acaricié sus mejillas y con el pulgar, sus labios… Todo ello con suma dulzura…con dulcísima levedad, mucho más enamorado de ella que deseándola pasionalmente… Aunque ese enamoramiento encerrara no poca pasión… Pasión sensual, de hombre enamorado… Tremendamente enamorado…
• No tengas vergüenza ante mí; no te avergüences por mi mirada, porque, simplemente, lo que hago es admirarte; maravillarme con la belleza, la hermosura de tu cuerpo De tu maravilloso ser de mujer
La besé, con la misma levedad, la misma dulce ternura que la acariciara, en sus divinos labios, beso que ella me correspondió al momento, con la misma ternura, la misma dulzura, que yo pusiera en ella
• ¿De…de verdad, te gusto?... ¿Soy como esperabas que fuera?... ¿No…no te he defraudado en lo que esperabas ver?
• No, mi amor; de ninguna de las maneras ¿Sabes amor? Eres más bella, más hermosa, más atractiva, incluso, de lo que yo creía; de lo que yo esperaba Eres divina, Adela… Divina, divina, divina. Divina de verdad, mi amor… De verdad…
Volvimos a besarnos… Una y otra y otra… Y otra vez más… Pero entonces, esa levedad inicial, esa dulce ternura, según nuestras mutuas caricias se sucedían multiplicándose, fue tornándose en más que pasionales caricias. Y allí fueron los “morreos”, el comernos la boca en mordisquitos suaves, en los labios, en la lengua… Seguí besándola a discreción, por su rostro, la frente, los ojos, las mejillas, de nuevo sus labios, su boca, embrujadora, el cuello, de arriba abajo, detrás de su oidito… Y lamer ese cuello con mi lengua, de abajo a arriba, recreándome en el sabor casi acre de su piel… Y hoyándole el hoyito auditivo con la puntita de mi lengua, haciéndola reír al cosquillearla. Al propio tiempo, mis manos se entretenían en acariciar sus desnudos senos… Pero sin apretujarlos, sin estrujarlos, sino acariciándolos con suma suavidad, suma levedad, con las yemas de mis dedos, simplemente… Sus senos…y sus pezoncitos, atendidos por mis pulgares… Y mi Adela, cerrando los ojos para concentrarse en las delicias que en mis labios, en mi lengua, en las yemas de mis dedos encontraba, exhalaba los primeros gemidos, sus primeros jadeos de íntimo placer…
Así, cuando lo creí oportuno, mis labios sustituyeron a mis dedos en el agasajo a las tetitas, los pezoncitos de mi amada Adela, mientras mi mano diestra bajaba, acariciadora, por su cuerpo; por su vientre, plano, aunque pelín cóncavo por la postura mantenida, boca arriba, en la cama. Sí; mi mano palpaba su piel según descendía por su tersura, haciéndola vibrar en espasmos nerviosos a mi contacto; porque Adela temblaba, tremolaba, como hoja batida por el viento al tacto de mis caricias. Seguí bajando, hasta su pubis, ese frondoso monte, el de Venus, muy, muy poblado de la suave vegetación de su más que sedoso vello púbico, que yo adoraba al acariciarlo, al perderse entre sus suaves rizos mis dedos… Así estuve algún que otro momento para luego irme decidido a acariciar su flor íntima, abriéndole esos dos pétalos que velaban el divino, sonrosado, cáliz. Ella, al sentir mis caricias en tan delicado lugar de su ser de mujer, pegó un respingo que casi la hace saltar en el aire; cerró los ojos, mordiéndose los labios, aumentando su respiración hasta hacerse entrecortada, gimiendo, jadeando cada vez más y más, más alto. Se me abrazó con sus brazos en torno a mi cuello como lapa a roca, y en nada, al incentivo de mis dedos acariciándole el botoncito del placer, empezó a emitir verdaderos alaridos de gozo, para, con voz truncada por el deseo, empezar a decir.
• ¡Dios mío, marido, y cómo te deseo!... ¡Te deseo amor…te deseo!... ¡Sí…sí, cariño mío; te deseo…te deseo…sí…sí! ¡Dentro…muy, muy dentro de mí! ¡Venga, amor; venga! ¡Hazlo, mi amor; tómame, amor; tómame ya, hazme mujer!... ¡Tu mujer, amor…tu mujer!... ¡Unámonos, ya, en una sola carne!... (1)
Y, mientras así me hablaba, maniobraba con sus piernas, sus muslos, para abrírmelos, dejándome en medio del bendito paréntesis de sus muslitos abiertos para mí de par en par… Sí; entonces comenzó nuestra auténtica “Noche de Bodas”, la “Primera Vez” de mi adorada Adela, pero también, en muchos sentidos, mi propia primera vez. Porque la convivencia, la sensual, íntima convivencia con esa Adela que me volvía loco de remate, realmente fue toda una primera vez en mis relaciones de pareja, que me abrió todo un universo de pasión teñida de amor…de amor revestido de pasión más que tórrida, pues Adela, desde esa misma nuestra “Primera Noche”, se me reveló como una mujer tremenda, inmensamente, ardorosa; toda una real hembra, que nunca llegaba a sentirse ahíta de amor, saciada de amor, sino que siempre, siempre, pedía, me pedía, un poquito más…una vez más.
Aquella noche fue, para mí, de excelsas revelaciones, pues esa noche supe lo que, de verdad, es una inacabable noche de amor… Una noche de amor que con las claras del día no se acabó, sino que se viene prolongando, incesante, a lo largo de cada noche, casi de cada minuto que estamos juntos…
Desde aquella noche de inicios-mediados de Septiembre de 1989 han transcurrido veinticinco años, ya cumpliditos, para estos inicios de Diciembre de 2014, y dos criaturitas que, todavía, mi Adela me ofrendó, en fruto viviente de nuestro amor, un Paquito, en honor a su padre, que llegó antes del año de casarnos, y una lindísima Adelita, que vino un par de años después… Y toda una ininterrumpida luna de miel, que desde aquella nuestra “Noche de Bodas” viene prolongándose, incesantemente, a lo largo de cada noche y cada día de esos divinos veinte y muchos años de dulce conyugalidad… Tan dulce, que, a veces, me pellizco, no sea que esta tan idílica dicha que mi Adela me otorga, día tras día, no sea más que un sueño del que temo despertar… Yo ya tengo setenta y cuatro años cumpliditos y ella a punto de alcanzar los sesenta y nueve; pero, todavía, seguimos acostándonos desnudos, para disfrutar de la cálida sensación del roce de nuestra piel desnuda y así, cada noche, seguimos durmiéndonos abrazados, yo entre sus amorosos brazos, ella entre los míos… Como de otra manera no podía ser, mis briosas energías de aquellos casi ya lejanos años 90, incluso de parte de la primera década de este siglo XXI, arrumbaron por derroteros del ayer; ese ayer que nunca volverá, pero aún queda el suficiente fuego, o vivo rescoldo, para disfrutar apasionadamente de nuestro amor, si bien cada vez más de cuando en cuando, mas, aunque la cantidad en nuestros transportes amorosos vaya, cada vez más, de capa caída, la calidad la seguimos manteniendo muy, pero que muy en alto, pues nuestro eterno amor, nuestra ilusionada entrega mutua, es cada día, casi cada minuto que pasa, más fuerte, más entregada, más ilusionada e ilusionante
La Jurado decía en una canción que “Se les rompió el amor, de tanto usarlo”; y Sabina, en otra de las suyas: “El agua apaga el fuego, y al ardor (del amor) los años”… Pues bien, en nosotros, en nuestro mutuo amor, tales cosas no pasan, porque cuanto más lo “usamos” tanto más fortalecido queda, y los años transcurridos, desde que nos casamos, antes que apagar el ardor pasional de ese amor que nos tenemos, lo que ha hecho, día a día, mes a mes, año tras año, es avivarlo, encenderlo más y más… Nos queremos a rabiar mi Adela y yo y, por eso mismo, nos deseamos a morir
Mis otros tres hijos, los que tuve de mi pobre Montse, para Adela han sido, y son, como hijos alumbrados por ella misma… Sí, más no los querría si de sus propias entrañas hubieran nacido, y para mis dos primeras hijas, Montse y Carmela, Adela es su mejor amiga… O su hermana mayor, que tanto monta, monta tanto; pero es que, curiosamente, para el pequeño de los tres, ya mi Antonio, a todo ruedo, ha llegado a ser como una segunda madre… Casi, casi, que la única que ha conocido, ya que no tenía más que nueve años cuando su madre falleció… En ella, Adela, Antonio vino a encontrar el pecho consolador para sus primeras lágrimas del desamor, sus primeras frustraciones y desengaños amorosos, allá por sus diecisiete/dieciocho años; la persona, la madre, a la que, ilusionado, contaba sus primeros escarceos amorosos… Los primeros besos que, aún muy tímidamente, daba a una chica…recibía de una chica… Sí; por finales, ese Antonio que en un principio me reclamaba que hubiera olvidado ya a su madre; que casi le declara la guerra a Adela en los primeros momentos de nuestra unión, llegó a ser el más compenetrado con ella… El que, finalmente, más la quiso…más la quiere… Sí; casi, casi…y puede que sin esos “casi”, como a una segunda madre… Puede, incluso, que como si su madre en verdad fuera…
FIN DEL RELATO
NOTAS AL TEXTO
1. (Génesis, 2.24; Mateo, 19.3-6; Marcos, 10.7-8) “Por eso, abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se irá con su mujer, y serán los dos una sola carne”
Comentarios de los lectores
© Copyright 2009 Historias de Seducción. Queda expresamente prohibida la publicación y la distribución de todo o de parte del contenido de la presente obra, sin previo y expreso consentimiento del autor