CAPÍTULO 3º
De momento quedó allí, sentada, con la vista fija allá por donde el “Chico” desapareciera de su vista. Se pasó una mano por el cabello todavía húmedo, mientras en su rostro surgía una sombra de duda. Porque Magda no había pretendido, en modo alguno, herir al “chico”, pero estaba claro que así había sido al final: El “chico” había abandonado su casa muy, pero que muy herido. Y eso, amén de desconcertarla al pronto, acabó por herirla también. Y es que en las últimas horas había llegado a tomarle un cierto afecto al muchacho, pues para ella apareció diáfano, sin doblez alguna y con una inocencia, casi que un candor que llegó a conmoverla. Ni recordaba ya la última vez que trató con una persona así.
Se levantó y se acercó al ventanal. Así pudo ver cómo el “chico” cruzaba la avenida y desaparecía en el portal de enfrente, el de la casa donde vivía. Se quedó frente a la ventana, mirando fijamente hacia adelante. Al poco, vio iluminarse la que sabía era la ventana de la habitación del “chico”; aplicó entonces el rostro al cristal del ventanal, intentando que su vista llegara a penetrar en esa habitación, empresa inútil como era de esperar. Se quedó un momento, digamos, que entre desconcertada y desilusionada, al ver lo imposible de su pretensión. Pero al segundo, su cuerpo cobró actividad lanzándose sobre el mueble mural, uno de cuyos cajones más inferiores abrió y revolvió cuanto allí había hasta encontrar lo que buscaba: Unos pequeños binoculares semejantes a los usados en el teatro, algo muy parecido a los que heredara Tomás de su amigo Juan. Provista de los binoculares volvió al ventanal. La ventana del “chico” todavía estaba iluminada y aún alcanzó a divisar la figura del muchacho un segundo antes de que la ventana quedara a oscuras al apagarse la luz de la habitación. De nuevo Magda quedó como desorientada, sin saber bien lo que hacer, pero otra vez tomó una decisión. Como antes, corrió al mueble mural y, de otro de sus cajones, extrajo una gran cartulina, mayor incluso que un pliego de doble folio y unas pinturas de esas llamadas de cera. A continuación, escribió con letras bien grandes
“Lo siento mucho.
Por favor, llámame”
Regresó al ventanal y allí exhibió el improvisado cartel durante uno, dos, tres minutos, tal vez más, tal vez bastantes más, esperando anhelante la llamada que no llegó… Al fin, más desconcertada, más inquieta que nunca, seguramente, se deslizó al suelo quedando allí sentada, con los brazos rodeando las piernas flexionadas, en imagen de desolación. Así permaneció varios minutos, con la vista perdida al frente aunque sin ver nada; permanecía como sonámbula. Al fin, se levantó y volvió al mueble mural y del mismo cajón de antes sacó un rollo de cinta autoadhesiva. Se llegó una vez más al ventanal y, valiéndose del autoadhesivo, pegó el cartel al cristal.
Entonces, sonó el timbre de la puerta. Corrió ilusionada y miró por la mirilla: Allí no estaba quién ella ahora quería ver, sino el mismo fulano que la noche anterior citara para darle una lección al “chico”. Su, digamos, “novio” del último par de meses. Pero esta noche su sola vista por poco le causa nauseas, así que dijo en voz alta
• ¡No estoy en casa!
En la calle se escucharon dos ruidos fuertes, seguidos; como dos portazos. Corrió al ventanal a tiempo justo de ver cómo arrancaba una ambulancia al tiempo que una mujer entre madura y mayor, en camisón y con un abrigo encima, se volvía para ir al mismo portal donde el “chico” vivía.
El corazón le dio un vuelco y lo sintió totalmente en su garganta. Se retiró del ventanal y, en ese momento, reparó en que el chaval había olvidado al huir de allí la ligera gabardina que traía al llegar a casa. La tomó resueltamente y se dirigió a la puerta. Allí, junto a la puerta había un perchero y colgando de él un abrigo de mujer. Se lo pasó por encima y salió. Una vez en la calle, presurosa la cruzó para penetrar en el portal del “chico”. En el ascensor subió hasta el piso que, por la altura de la ventana, debía ser donde él viviera. Salió del ascensor y se quedó un momento, pensando, en el rellano al que saliera. La disposición del edificio era la misma que la de su propio edificio, sólo que, lógico, aplicada al revés que en el edificio suyo, pues ambos estaban enfrentados, por lo que lo que en su casa era la mano derecha, aquí sería la izquierda. Así, dedujo perfectamente cual debía ser la puerta que buscaba y, decidida, llamó. Al momento le abrió una mujer en la que reconoció a la que viera en la calle
Sí, era Julia, la madre de Juan el amigo de Tomás.
• Perdone señora. ¿Vive aquí…?
• Sí
• Se dejó la gabardina
• Pase señorita, hágame el favor
Magda entró al piso y Julia la condujo hasta la habitación de Tomás. Magda entró, y se quedó mirando. Primero el teleobjetivo, entonces cubierto por un paño; después al frente, a su propia ventana que, como supusiera, quedaba justo enfrente de la de la habitación. Enfrente las dos, la de la cocina y la del salón-dormitorio, aunque ésta última quedaba más centrada que la otra frente a la del “chico”.
Julia entonces repuso, señalando la silla que estaba frente a la mesa donde descansaba el teleobjetivo
• Puede dejarla ahí
Magda dejó la gabardina en la silla y preguntó
• ¿Ha salido?
• No, está en el hospital
• ¿Qué ha pasado?
• Nada serio. Estará de vuelta en unos días; un par de semanas a lo sumo.
• Me gustaría visitarle. Estuvo en mi casa hace un momento
• Lo sé
• Creo que le he hecho daño
• Le ruego que no le visite. Volverá
• Dígame… ¿Qué ha ocurrido? Por favor, señora.
• Posiblemente a usted le cause risa. Se ha enamorado de usted. Es un teleobjetivo; con él la observa cada día. El despertador. Puesto a las ocho de la tarde. ¿Llega usted a esa hora a casa?
• Más o menos
• Fijarse en usted creo que ha sido una mala elección.
• Sí señora… Muy mala
• Mire señorita. Estoy sola y él es mi única compañía. Para mí es como un hijo. Y no deseo verle sufrir
• Sí señora. Lo comprendo. Adiós señora, buenas noches.
Ya en la puerta, a punto de marcharse, se volvió a Julia para preguntar
• La podría llamar para preguntar por él
• No tenemos teléfono señorita
¡Mentira cochina! Pero no objetó nada ante el embuste. Magda salió del piso mientras la puerta se cerraba a sus espaldas. Se dirigió al ascensor. Pero se detuvo y volvió sobre sus pasos.
• Señora, él… ¿Cómo se llama?
• Tomás
• Gracias señora
Mientras Magda bajaba en el ascensor su mente repetía una y otra vez
• Tomás, Tomás, Tomás…
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A la mañana siguiente Magda despertó en su cama, pero con los zapatos que la noche antes se pusiera para ir a casa del que ahora sabía que se llamaba Tomás y con el mismo abrigo que entonces se pusiera: Había regresado a casa, se había echado en la cama para un momento, tal y como estaba, pero se durmió en nada. Era más bien temprano, las ocho de la mañana, pero tarde para el día a día, pues la entrada a la oficina era a esa misma hora, las ocho de la mañana. Se levantó, se duchó, se vistió lo primero que encontró y salió para el trabajo. Disculpó el retraso con el típico “He pasado mala noche” y ahí quedó zanjada la deshora.
Pasó mal la mañana, pues era incapaz de prestar la mínima atención a nada. Tenía la cabeza como un tambor, como si hubiera pasado la noche de copas y estuviere ahora bajo los efectos de una feroz resaca, pues en su mente sólo una idea había, una idea con nombre propio: Tomás, Tomás, Tomás…
Ella, Magda era la obsesión del joven que proclamaba amarla, Tomás, pero ahora Tomás se estaba convirtiendo en su propia obsesión, pues era incapaz de pensar en nada que no fuera ese joven que, no le cabía ya duda alguna, la quería de verdad, con absoluto desinterés, un desinterés que incluso llegaba a no haber querido, ni por un instante, tomar su cuerpo. Eso era algo absolutamente nuevo para Magda, encontrarse con un hombre que la respetara hasta tal punto, que dijera que se contentaba con, más que mirarla, admirarla, adorarla como a una diosa lejana, inalcanzable. Y eso le gustaba, le gustaba sentirse respetada pero, sobre todo, querida. Era la primera vez que sentía el cariño, el afecto de alguien y Tomás el primer hombre que la quisiera, no solamente la deseara, como con todos los demás le sucediera. Pero ella había pagado esa generosidad haciendo daño al “chico”. Eso, ahora, la trastornaba.
Poco después del mediodía ya no pudo más y, diciendo que se encontraba mal, se fue a casa. Durmió un poco y a última hora de la tarde, sobre las siete, se presentó en la consulta del médico. Alegó problemas transitorios, una noche de arcadas sin motivo aparente, pero que la mantuvieron en el baño con intermitentes vomitonas y un consecuente mal cuerpo general que la obligó a dejar el trabajo aquella mañana. Vamos, que se encontraba hecha polvo, cosa nada lejana a la verdad, aunque por motivos muy diferentes a los declarados. El médico no era de esos más bien un tanto inflexibles, como son los de la Seguridad Social, sino un doctor de la Compañía Médica incluida en los Servicios Sociales de la empresa donde trabajaba, cuyas “bajas temporales” en la empresa valían tanto como las de la Seguridad Social pues era la Mutua de la empresa y también cubría tales bajas, como sucede, por ejemplo, con las Mutualidades de los Funcionarios del Estado, pero cuyos médicos eran menos “pejigueros” , lo que le valió una baja médica por tres días.
Aquella misma noche, Magda fue a la cafetería donde la tarde anterior estuviera con Tomás. Allí revivió los momentos que junto al “chico” transcurrieran, recordando así mismo los que sucedieron a los de la tarde, cuando con Tomás subió a su apartamento. Cuando tanto daño causara al muchacho. Involuntariamente, eso sí, pues en ningún momento pretendió ofenderle, menos aún humillarle, pero el resultado práctico fue el daño y la humillación del pobre chaval, cosa que ahora le pesaba sobremanera.
En aquellos momentos, no sabía ni lo que daría por que aquello no hubiera sucedido; ni sabía qué hubiera dado por que el tiempo pudiera volverse atrás, regresar, como por acto de magia, al momento en que se encontraron los dos en la cafetería; o al momento en que los dos, Tomás y ella misma, entraron en el apartamento.
De pronto se encontró preguntándose:
• “Magda, ¿Qué harías si, por ensalmo y sabiendo lo que realmente ayer ocurrió, te vieras ahora mismo entrando con él en el apartamento, tal y como ayer hiciste? ¿Si, por así decirlo, Dios, el Destino o lo que sea te diera una segunda oportunidad?”
Fue incapaz de responderse con una mínima seguridad pues, de las posibilidades que a su mente vinieron, una la asustaba de verdad. En cualquier caso, una cosa estaba muy, muy clara para ella: A las horas que pasó en compañía de Tomás en la cafetería no renunciaba en modo alguno. Si había algo de lo que estuviera segura de verdad, era de no arrepentirse de haber conocido al muchacho.
La noche ya había caído cuando emprendió regreso a casa, tomando el mismo autobús que ayer tomara junto a Tomás. Cuando llegó a la oportuna parada y se apeó, no pudo evitar que los ojos buscaran la ventana del “chico”. Lógicamente, estaba a oscuras pues así estaba la habitación. Algo parecido a la desilusión se apoderó de ella: “Pero… ¿Qué esperabas, loca, más que loca? ¿Qué él estuviera allí, esperándote? Hay Magda, Magda… Vuelve en ti… Prescinde de él… No te va en absoluto… ¡Es casi un crío aún…! ¡Casi sería infanticidio…!”
Sí, así era. El, Tomás, demasiado joven, demasiado inexperto, demasiado inocente. Ella, demasiado mayor para él, demasiado “experta”, demasiado “poco inocente”…
Esa noche, de verdad, durmió mal. Le aquejaron una serie de pesadillas que por la mañana no podía recordar ni definir, pero que la hicieron despertar repetidas veces con el corazón encogido por algo muy semejante al terror. Un terror que no era capaz de asociarlo con nada definido, pues lo único su mente retenía de esos sueños era el rostro de Tomás, pero ese recuerdo no estaba asociado a nada desagradable. En sí, era lo único agradable que quedaba de los sueños, pues el subconsciente, esa parte de nuestro cerebro que no duerme, que recuerda fielmente cuanto hemos soñado pero que tan a menudo se niega a desvelarlo a nuestro consciente, le decía que esas deslavazadas visiones fueron los únicos momentos gratos del sueño de la pasada noche.
Se levantó un tanto tarde, casi las diez de la mañana eran ya, sin ganas de nada, ni de prepararse el diario desayuno. Casi estando todavía en la cama, encendió el primer cigarrillo del día y así, acostada lo fumó. No le apetecía nada levantarse, pero aún menos le apetecía seguir acostada. No nos engañemos: A Magda, aquella mañana, no le apetecía nada. Nada de nada. Tal vez, lo que menos le apeteciera entonces era, simplemente, vivir. Tampoco creamos que por ello, Magda deseara estar muerta, ni muchísimo menos, pues paradójicamente a su desgana vital sentía a la vez más ganas de vivir que nunca. Sólo que deseaba que hubiera pasado ya… ¿Qué?... De nuevo, como ayer, no quiso asumir respuesta alguna. Pero tenía que levantarse y ello la llevó a abrir los ojos a la realidad. Necesitaba saber, conocer qué era de Tomás. Le era imprescindible saber qué le había sucedido. Fuera lo que fuese, no le cabía duda que estaría relacionado con lo que ocurriera aquella dichosa noche en su casa; allí, en ese mismo salón donde ahora estaba; en el sofá en que en breve se convertiría la cama donde ahora no sabía si descansaba o penaba.
Se levantó, se aseó hasta duchándose, aunque en principio casi desiste de ello por la famosa desgana. O tal vez la ansiedad en averiguar algo por fin. La cosa es que en minutos más o menos, estaba en la calle, sin siquiera querer mirar hacia “aquella” ventana. ¡Para qué! Sería inútil…
Para empezar, comprobó que, a pesar de todos los pesares, sus estómago llevaba bastante mal el obligado ayuno al que el estrés de Magda le sometiera desde anoche por lo menos, aunque más bien podría decirse que desde el medio día de ayer, pues tampoco podría decirse que la comida del día anterior hubiera sido precisamente pantagruélica ni mucho menos. Luego se metió en la cafetería más cercana y se metió entre pecho y espalda un soberano café con leche, un cumplido vaso de zumo de naranja natural y un par de tostadas con mantequilla de tamaño “King Size” de las de no te menees.
De tal manera reconfortada en lo gastronómico, empezó a buscar confortamiento en lo, por una sola vez y sin que pueda servir de precedente en el futuro de Magda, sentimental, horrenda palabra íntimamente prohibida en las normas de vida de esta mujer desde su más añeja niñez, podría decirse. Lo primero que pensó fue en dirigirse a la oficina de Correos donde el joven trabajaba. Llegó hasta allí, llegó incluso a entrar en la referida oficina, pero no tuvo fuerzas para seguir más allá tan pronto divisó a la “fiera currúpea” de la jefa. Ya tuvo bastante con la anterior experiencia frente a semejante energúmeno, aunque fuera en femenino. Volvió a dejarse caer por la famosa cafetería donde compartiera tiempo y mesa con Tomás y acabó por fin en casa, casi más abatida y deprimida que cuando salió de allí por la mañana.
A la mañana siguiente no cayó en la majadería de echarse a la calle sin más ni más, a deambular por ahí sin rumbo fijo. Aquella mañana estuvo pendiente de la llegada del cartero, que se hizo esperar hasta casi el mediodía. Era la primera vez que le veía, pues lo común era que cuando él llagaba ella estuviera trabajando, así que se encontró con un hombre más bien grueso, orondo, por no decir un gordo de padre y muy señor mío. Pero tenía un rostro agradable, benévolo, cosa bastante común entre las personas digamos que entradas de kilos; un bigote bastante aceptable completaba lo destacable en la fisonomía de aquel hombre.
• Buenos días, señor
• ¿Buzón?
• Tercero A
El cartero revisó en un momento el correo que llevaba
• Lo siento señora, pero no hay nada para usted
A Magda el oírse llamar “Señora” le hizo gracia. Era la primera vez que se oía llamar así, y se preguntaba si es que parecería ya tan mayor…
• No… No se preocupe usted… No era eso lo que me interesa saber. Verá, lo que quería saber es si conoce lo que le ha pasado a un compañero de su oficina. Un chico joven, muy joven, unos veinte años más o menos.
• Ah, sí… Tomás creo que se llama. Pobre chico. Está en el hospital. Se abrió las venas, creo que por amor… El muy idiota… En fin, cosas de jovencitos inmaduros, ¿no le parece a usted, señora?
Cuando Magda escuchó eso, se le cayó el alma a los pies. Se quedó helada. ”Dios mío, Dios mío… pero… ¿Qué hice, Señor, qué hice? ¿Cómo me voy a perdonar todo el mal que te he hecho Tomás? Y… ¿Cómo me lo podrás perdonar tú?
• ¿Sabría usted en qué hospital está?
• Eso no lo sé señora. Lo siento.
• Gracias. Y perdone la molestia, señor.
• No hay de qué señora. ¿Le conoce acaso? ¿Son familia?
• No, no señor… No somos familia… Sólo es un vecino… Vive enfrente
El cartero volvió a su tarea y Magda desapareció en el ascensor, subiendo a su piso. Entró como una sonámbula, despacito se dirigió al ventanal y perdió la mirada al frente, prendida en la ventana que últimamente tanto la atraía. Al rato empezó a llorar ruidosamente, sollozando como pocas veces en su vida lo hiciera, tal vez como nunca lo hiciera, sacudiendo todo el cuerpo con cada sollozo, cada gemido del, pudiera ser, mayor dolor que en su no tan corta vida sintiera. Luego se volvió hacia el salón y se deslizó hasta el suelo, quedando allí, sentada, con las rodillas flexionadas y la cabeza hundida entre las piernas…
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Los tres días de baja se agotaron y Magda tuvo que regresar al trabajo. Los días pasaban y ella seguía sin encontrar alivio a su desazón. Intentó localizar dónde estaba Tomás, buscándole por algunos hospitales cercanos a la urbanización y otros no tan cercanos. Incluso, desde la oficina telefoneaba a varios hospitales, pero todo inútil. Madrid es muy grande y tiene muchos, pero que muchos hospitales, ahora Magda se daba cuenta de ello.
También visitó a Julia una vez, pero sin lograr quebrar la férrea coraza que hacia ella mantuviera. Desde luego, esa mujer la apreciaba bien poco y, a la vista estaba, que la quería lejos, muy lejos de su adoptivo hijo Tomás. Tal vez ella estuviera en lo cierto, y lo mejor fuera olvidarse de él, sacarle no ya de su vida, donde nunca antes estuviera, sino apartarse ella misma de la vida de Tomás. Pero eso le resultaba ahora imposible. Y no se lo explicaba, no podía explicarse el por qué llevaba ahora tan dentro de sí al joven, al “chico” como ella siempre le llamara. Sólo sabía que eso, ahora, era superior a sus fuerzas. Pudiera ser que, cuando le supiera fuera d todo peligro y, sobre todo, recuperado del daño que aquella noche que quisiera borrar le causara, la obsesión por el muchacho desapareciera; al menos, en ello confiaba.
Otra cosa que a diario hacía era estar pendiente de las ventanas de enfrente. Bueno, de una sola de esas ventanas: la que sabía era la del “chico”.
Habían pasado once días perfectamente contados, día a día, por Magda, cuando se obró el milagro. Como casi siempre, por la tarde había estado en esa cafetería de la que ahora era casi cliente asiduo, y regresó algo tarde a casa, como también venía siendo ahora habitual en ella. También, como hacía todos los días desde que Tomás huyera de su casa, estuvo observando la misma ventana de todos los días, cuando, de pronto, vio iluminarse la ventana y cómo allí aparecían dos siluetas, dos personas: Una mujer y un hombre. Corrió a hacerse con los viejos binoculares que de días venía usando para escudriñar las ventanas fronteras y lo comprobó. La mujer, indudablemente, era Julia; y el hombre, sin duda, Tomás. Sí, Tomás, su obsesión. Así pues, el “chico” había vuelto, por fin, a casa.
En el pecho el corazón le saltó de alegría, de ilusión. La vida volvía a ser bella para ella. Sin pérdida de tiempo se despojó de la sucinta bata que vestía para cambiarla por otra más cumplida, más amplia, la que llevaba sobre aquel camisón negro y largo hasta los pies de la noche en que a Tomás le partiera la cara el maromo del que por entonces se servía. Se calzó los zapatos y salió disparada hacia la casa de Julia.
Fue ella, Julia, quien otra vez más le abrió la puerta.
• Está aquí ya, ¿verdad?
Julia la miró de arriba abajo, titubeó un momento, pero acabó moviendo levemente la cabeza en movimiento de arriba abajo, en mudo asentimiento. Se echó a un lado, invitándola a entrar. Como la otra vez, la mujer condujo a Magda hasta la habitación de Tomás. Allí estaba él. Acostado en la cama, dormido, con ambos brazos fuera de las sábanas y la manta, extendidos a un lado y otro, inertes en el vacío. Y en los dos brazos los aparatosos vendajes, testigos mudos de su intento de suicidio. De su intento de suicidio por amor. Por amor hacia ella, hacia Magda. Intento, sin duda, inducido por ella misma, por Magda. Por su sequedad, su dureza, su incomprensión de aquella noche; aquella noche que quisiera borrar; aquella noche que desearía con toda su alma rehacer en forma por entero diferente.
Al instante, Magda sintió que las piernas estaban prestas a fallarle, a hacerle derrumbarse sobre sí misma y buscó apoyo en la jamba de la puerta. Se repuso momentos después e intentó llegarse hasta la cama del herido durmiente, pero Julia se movió rápida para cortarle el paso. Intentó de nuevo rodear a la mujer para alcanzar el lado del herido y de nuevo se encontró con aquella mujer impidiéndole todo acercamiento. Se desalentó, suspiró y musitó muy bajo
• Por favor, señora…
Julia le cortó la frase. Se llevó un dedo, el índice de la mano derecha a los labios en señal de “Silencio” mientras le siseaba: “Sss”
Magda, por entero desfondada se dejó caer en una silla junto a la mesa situada bajo la ventana pero muy cerca de la cama. Deslizó el brazo hacia los del muchacho intentando acariciar aquellos vendajes que la trastornaban pero, como antes ocurriera, se encontró con las manos de Julia que se lo impidieron. Miró serenamente el rostro de aquella mujer y le encontró hierático, con la expresión más dura que en su vida viera y el mayor de los desprecios en sus ojos. Bueno, lo que realmente vio no fue sólo desprecio, sino pura animadversión. Aquella mujer no es que no quisiera a Magda, es que en realidad podría decirse que la odiaba.
Magda retiró la vista de tan horrenda mujer y la posó en el teleobjetivo situado a su lado, sobre la mesa. Centró en ello su atención y retiró el paño que cubría el instrumento óptico. Se inclinó sobre él y aplicó el ojo al aparato de visión a distancia. Enfocó las ventanas de su casa que, como era lógico, aparecían a oscuras ante su vista. Pero de pronto se dio el segundo milagro ante sus ojos, pues sin saber cómo ni por qué, la ventana de la cocina por ensalmo se iluminó. ¡Y se vio a sí misma! Sí, se vio a sí misma entrando en su piso, aproximándose al frigorífico y sacando la botella de leche que colocó sobre la mesa de la cocina. Luego vio cómo ella misma, Magda, sin desprenderse del abrigo que llevaba puesto, se sentaba a esa mesa y al hacerlo rozaba la botella de leche que de inmediato se volcó sobre la mesa derramándose la leche sobre el tablero. Y vio cómo ella, Magda, apoyaba la cabeza sobre ambos brazos sitiados sobre la mesa y rompía a llorar con desconsuelo, mucho, mucho desconsuelo. Reconoció la escena, la recordó nítidamente. Fue la noche que aquella caca de hombre, aquel ser presuntuoso e impertinente, totalmente pagado de sí mismo que un par de días antes conociera por casualidad y que tan simpático y apuesto le pareció, la ofendió de aquella manera tan soez, insultándola de mala manera mientras la llevaba a casa con la intención de encamarse con ella. Pero casualmente aquella noche Magda no se encontraba bien; estaba mareada y con un tremendo dolor de cabeza por lo que le rogó que mejor dejar la encamada para otro día. Y aquel energúmeno estalló de aquella manera. Pero entonces, cuando más desconsolada estaba, cuando más doliente estaba, de las sombras surgió, imprevista, una imagen masculina. Vio a Tomás que, solícito, acudió a ella; vio cómo le acariciaba con toda ternura los cabellos; cómo la besaba dulcemente en las mejillas sorbiéndole las lágrimas con los labios; y sintió en sus propios oídos palabras de consuelo, de cariño y amor infinitos. Se vio a sí misma levantarse y acurrucarse en el pecho del “chico” que la recibía lleno de tierno cariño, la estrechaba contra su pecho y la consolaba. Vio cómo ella, Magda, echaba los brazos al cuello del joven. Y, sin podérselo explicar, ella misma se sentía bien y cada instante que pasaba mejor. La congoja, el desaliento, habían desaparecido de su ser y se encontraba no sólo muy bien, sino muy, muy tranquila.
Entonces todo se aclaró ante ella, pues comprendió que Tomás estaba en lo cierto y ella, Magda, era la tremendamente equivocada. Comprendió que los seres humanos no podían ser como lobos esteparios, de vida solitaria, que únicamente se buscaban para aparearse. Comprendió que los seres humanos estaban hechos para vivir en armonía los unos con los otros. Que los seres humanos estaban hechos para vivir en pareja en paz y sosiego. Para junta, unida la pareja, ayudarse, apoyarse, consolarse mutuamente; para hacerse la vida feliz y alegre el uno al otro, el otro al uno, queriéndose, amándose sin tregua ni límites; para unirse sexualmente en unión presidida por el amor, el cariño mutuo pues el sexo así es lo más hermoso de la vida, el cenit, el “súmmum” de la dicha, la felicidad, del amor y la base sobre la que se fundamenta la unión perenne de la pareja. El sexo así entendido es la esencia misma de la vida humana, pues la propia vida humana surge de esa unión que proporciona al fruto de la misma, los nuevos seres humanos, el espacio natural en que crecer, formarse para después ser seres humanos adultos, asistidos por el cariño de la pareja progenitora, el padre y la madre, dos referentes imprescindibles casi para la buena estabilidad psíquica del neonato. (1)
Entonces supo cuánto necesitaba ella de Tomás. Y decidió luchar por él con uñas y dientes. Pero no por la tremenda, que las más de las veces a nada conduce, sino dándole la vuelta a la situación, ganándose a aquella dura mujer por las buenas, no por las malas. Así, se volvió hacia Julia y, con toda suavidad, buscando antes que vencer, convencer, le empezó a hablar. (2)
• Mire señora… Julia, ¿verdad?...
Julia la miraba con la misma dureza de antes, la misma gélida frialdad, el mismo hieratismo en el rostro. Y asintió con la cabeza, sin abrir los labios. Magda, entonces, continuó
• El otro día, cuando me dijo que Tomás se había enamorado de mí y que eligió mal, yo respondí que muy mal. Julia, sé que no soy buena; más bien soy mala. Pero las personas pueden cambiar. Y yo Julia, quiero cambiar, no quiero ser como soy, necesito ser buena. ¿Sabe una cosa? Tomás y yo no somos tan distintos. Cuando tenía unos seis años, mis padres se divorciaron y “rehicieron” sus vidas con las respectivas parejas que de antiguo los dos mantenían, cada cual por su lado, en una ficticia vida en común, pues la relación extra conyugal de cada uno era secreto a voces para el otro. Y en esa vida rehecha por mi padre y mi madre, su hija de seis años estorbaba, con lo que con siete años sin cumplir me vi no ya abandonada, sino rechazada por mis padres. A Tomás su madre le abandonó sin siquiera querer conocerle, a mí, mis padres me rechazaron y me encerraron en jaula de oro, un internado; muy selecto, muy bueno y elegante; y, por supuesto, muy caro. En mi infancia dispuse de juguetes, hasta de dinero, pero fui ayuna de cariño. Tomás creció y se hizo un muchacho retraído, tímido, al que le costaba trabajo establecer una relación con nadie. Pero él desea encontrar amistad, cariño en definitiva; y dar cariño, a usted por ejemplo. Yo crecí de forma por entero opuesta. El rechazo de mis padres me dolió en tal medida que nunca más quise poner cariño en nada ni en nadie. Mi patrón de vida, desde mi adolescencia, fue no poner el corazón en nada, en nadie; no entregarme a nada ni a nadie. El pragmatismo, el materialismo más descarnado fue mi norte de vida. ¿Sabe lo que realmente sucedió entre nosotros, Tomás y yo, la noche en que él intentó suicidarse? Me había dicho que me quería, pero para mí el amor se reducía al sexo. Sexo, sexo y nada más que sexo. Y quise demostrarle que su idealismo era falso, irreal, simple novelería. Le llevé a consumar una eyaculación, eso sí, sin intercambio sexual, valiéndome sólo de la seducción: Palabras sensuales a su oído y la piel de mis muslos desnudos en sus manos. No hizo falta nada más. Experta ¿verdad? Pues sí, lo soy. Entonces, cuando ya se había vaciado, le dije que eso era todo, que a lo que había experimentado se reducía lo que él llamaba cariño y amor. Entonces, Tomás rompió a llorar con el mayor desconsuelo que jamás viera en nadie. Y huyó. Sí, él no se marchó de mi casa, huyó de mi casa. Huyó gritando que yo estaba equivocada pues el amor era mucho más, tenía que ser mucho más…. Y, ¿sabe Julia? Lo he visto claro: El, Tomás, tiene razón. Amar, querer un hombre a una mujer, una mujer a un hombre es mucho, muchísimo más que sexo hoy y mañana “Si te vi, no me acuerdo”. De él, de Tomás, he aprendido que los humanos no somos lobos esteparios de vida solitaria que sólo se buscan para aparearse. He aprendido que los seres humanos nacimos para vivir en pareja, apoyándose y ayudándose el uno al otro. Para consolarse mutuamente cuando ello sea necesario. Para quererse, amarse cada día, reverdeciendo el cariño, el amor, también cada día y, por qué no, reverdeciendo ese amor en el sexo compartido en el cariño más profundo. Yo, la verdad, no sé si amo o no a Tomás, pero sí sé que le necesito a mi lado y sentirme querida, amada por él, aunque todavía no sea más que un casi adolescente. Y sé que también necesito darle mi cariño, acogerle y consolarle siempre que él lo precise. Julia, tengo íntegra, virgen, toda mi capacidad de dar y recibir cariño, pues nunca abrí el tarrito de esas esencias, y hoy no me caben en mi ser. Por favor Julia, no me niegue esta oportunidad de sentirme querida por primera vez en mi vida. Presiento que si pasa de mí, nunca encontraré otra. Permita que él me quiera y yo le quiera a él. Y que también la quiera yo a usted.
Julia miró a Magda con más fijeza aún que antes lo hiciera y así permaneció un tiempo que a Magda se le hizo siglos de lo anhelante que estaba ante aquella mujer que sabía no la podía tragar. Las piernas diría que le flaqueaban cuando vio que Julia se hacía a un lado, dejando expedito el paso hasta el lecho de Tomás. Magda cubrió al momento ese trecho, se inclinó sobre el dormido y acarició sus mejillas, pasó una mano amorosa por su pelo, abriendo los dedos de esa mano para hundirlos entre ese pelo. Después, posó sus labios sobre el vendaje que cubría uno de los brazos inertes. Entonces Magda sintió que una mano acariciaba su propio pelo. Alzó la cabeza y sus ojos se fundieron con los de Julia, que la miraba con una amable sonrisa, una sonrisa en la que vio afecto, incluso un “pelín” de cariño al menos. Y la felicidad de Magda entonces fue completa: Tenía, por fin, una familia que la querría, tal vez, de por vida: Un marido y una madre....
FIN DEL RELATO
NOTAS AL TEXTO
1. Ahora no estoy seguro si fue en “La Especie Elegida” (1998) o en “Atapuerca.- Nuestros Antecesores” (1999), de Juan Luis Arsuaga, que se dice, casi textual: “La cría humana/homínida, es el ser más indefenso de toda la Biología Universal, por eso, el Proceso Evolutivo Humano determinó que la relación macho-hembra trascendiera su función básica procreativa a fin de mantener unidos a través del tiempo a un macho y una hembra determinados, a fin de que su cría pueda desarrollarse convenientemente”.
2. Esa frase, “antes que vencer, convencer”, la verdad, es que me gusta mucho; puede que, al usarla aquí, lo hice recordando la frase que D. Migue de Unamuno dirigiera al general Franco en una ocasión: “Venceréis, pero no convenceréis”. No sé, no lo recuerdo ahora, si me acordé de la frase que D. Migue le soltó al General, pro al releer ahora el relato, al instante me vino a la memoria la dichosa frasecita. Y tal como lo recordé, aquí lo estampo.
Comentarios de los lectores
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